En el ejercicio de lo público hay decisiones difíciles, que parecieran ser una forma de ceder y de derrota, pero que en un momento determinado pueden construir hacia adelante.
Sólo quienes hoy tienen más de 46 años recuerdan lo que es vivir en racionamiento eléctrico diario por 11 meses. No olvidamos por ejemplo el origen de programas radiales como “La Luciérnaga”, o que tuvimos que adelantar los relojes una hora para usar más la luz del sol, o que madrugamos más, o que muchos compraron plantas eléctricas, o que esto le significó un importante costo a la economía colombiana.
Esta no es una columna para defender o atacar a los alcaldes de Medellín y de Ibagué. Cada cual puede pensar lo que quiera en relación con esos personajes. El punto es que cuando ellos o cualquier servidor del Estado -sí, incluido el comandante del Ejército- cruzan la línea que prohíbe la participación en política y deciden hacer esguinces audaces, solapados o directos a la norma, pero al fin y al cabo esguinces, deben ser reprochados por la Procuraduría que sigue manteniendo esa función, aunque algunos ahora pretendan quitársela.
Imposible decir, a estas alturas, que no existen razones válidas para protestar. Imposible negar que la mayoría de quienes salen a las calles tienen derecho a hacerlo e imposible desconocer que muchos de ellos cuentan con argumentos respetables y demandas sensibles frente al Estado que deben comenzar a tener respuestas viables y realistas pero puestas en práctica más allá de los discursos y los compromisos vacíos de contenido.