Eduardo Santa, una luz en la poterna

Crédito: TOMADA DE INTERNET - EL NUEVO DÍA
“Pero Santa fue, ante todo, un intelectual, un académico, un hombre de universidad. En ese marco, sin embargo, creo haber conocido a dos Eduardos Santas”.
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Durante cincuenta años -desde su fundación hasta el final del siglo XIX- El Líbano se fue construyendo a sí mismo en torno a un eje de ideas, que generó vocación por las cuestiones de la inteligencia.

Sus fundadores -arrieros inquietos y aventureros solidarios- eran hijos de una época de librepensadores. Unos y otros hicieron su propia diáspora -como los judíos de antaño- y cuando avistaron una meseta amable, en medio de la cordillera, trastocaron el sino de la aventura por la esperanza de una nueva empresa.

Así se bosqueja El Líbano en la letra de su himno: “Cruzando cordilleras de selvas y neblinas/los recios antioqueños luchando con tesón/se unieron a la raza del norte del Tolima/ y en tierra de cedrales El Líbano nació”.

Aquellos paisas trajeron al Tolima la cultura del café. En el siglo XX, El Líbano y el Chaparral fueron municipios de gran producción cafetera en el centro del país. Pero, además, El Líbano se convirtió en un referente del pensamiento político y, luego, en un auténtico centro estudiantil.

Allí nació Eduardo Santa en 1927. Un año antes había sido fundado el Partido Socialista Revolucionario, al que perteneció la legendaria María Cano. Un año después los artesanos Pedro Narváez, Higinio Forero, Segundo Piraquive y otros más, que ejercían en El Líbano como zapateros, sastres, carpinteros, preparaban la primera insurrección armada de América al tenor de los dictados de la Tercera Internacional.

La rebelión de los bolcheviques del Líbano, recogida por el historiador Gonzalo Sánchez, fue tan fugaz como célebre.

En 1934 llegó a Colombia la República Liberal, con su “revolución en marcha” y la figura de Alfonso López al frente. También llegó al Líbano, por supuesto.

Alguna vez le oí decir a Santa, cuando era mi profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, que sus primeros años transcurrieron entre dos revoluciones: “La de los bolcheviques del Líbano, que coincidió con mi nacimiento y la revolución en marcha que, como un anuncio de futuro, me trajo el uso de razón”.

Curiosamente la vida de Eduardo Santa pareció signada por esas dos revoluciones. La fracasada en su pueblo y la triunfante en su patria. Una de sus grandes complacencias fue haber conocido, mientras cursaba su carrera de abogado, al maestro Darío Echandía, a quien siguió admirando por siempre.

Quizás esas experiencias lo indujeron a cursar una especialización en ciencias políticas en la Universidad George Washington y a tener proximidad, durante buena parte de su vida con figuras cimeras del liberalismo colombiano.

Pero Santa fue, ante todo, un intelectual, un académico, un hombre de universidad. En ese marco, sin embargo, creo haber conocido a dos Eduardos Santas. O mejor aun Eduardo Santa con dos vocaciones claras y distintas, así pudieran ser complementarias: La del jurista, el profesor de sociología jurídica o historia política y derecho administrativo, y la del novelista que discurre por la literatura de imaginación o por la crítica literaria y el ensayo lingüístico. Yo estuve más cerca de aquella que de ésta.

Sobre la primera vocación suelo hacer memoria con el jurista ibaguereño Carlos Orjuela Góngora, ex consejero de Estado y también alumno suyo en la Universidad Nacional. Sobre la segunda, con el escritor libanense Carlos Orlando Pardo, quien lo conoció como pocos y, por cierto, escribió sobre la presencia intelectual de Eduardo Santa en el siglo XXI, el más completo y sustantivo ensayo que se conozca en torno a su obra literaria.

Alguien podría decirme que no debo seguir escribiendo en primera persona, pero me resulta imposible hacerlo sobre el Santa del siglo XX, tan próximo como yo, al ejercicio del derecho y al debate de las ideas políticas.

Por la admiración que le profesé desde siempre, quise que fuera presidente de mi tesis de grado. La escribí sobre el Régimen Departamental vigente con algunas propuestas polémicas. Conservo aún el regalo que me hizo: Su libro “Realidad y futuro del municipio colombiano”.

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En esas páginas se hunde la raíz de mi vocación por el Derecho Territorial, que es una disciplina con respuestas concretas para el país de hoy, desde una óptica que asume el derecho como instrumento de regulación, pero también como instrumento de cambio.

Alguna vez le pregunté por cuál de las dos vertientes que le servían de escenario vital -la jurídica-política o la novelística-literaria- se decidiría si, en un momento dado, le tocara escoger.

“Ese ha sido un problema para mi generación” repuso de inmediato. “Tiene más preocupaciones políticas que literarias, pero mientras el símbolo de éstas se proyectó sobre el mundo con inocultable éxito, el símbolo de aquellas se convirtió en una frustración.

En el primer caso me refiero a Gabriel García Márquez y en el segundo a Camilo Torres Restrepo”. Quizás por eso su vocación literaria terminó ganándole el pulso a su vocación política.

Eduardo Santa fue un ilustre discípulo de la “Escuela del Tolima”. Como Otto Morales Benítez, algunos años mayor, o como Jaime Vidal Perdomo, algunos años menor. Santa admiró a tres figuras históricas del liberalismo colombiano que, de alguna manera, influyeron en la formación de su pensamiento político: José María Samper, Rafael Uribe Uribe y Darío Echandía.

Del primero al último, trazó una línea doctrinaria coherente que terminó amalgamándose en la concepción social del Derecho y del Estado. Ese fue el eje teórico que la “Escuela del Tolima” imprimió, por primera vez, en la reforma al texto constitucional colombiano de 1936.

En 2017, a sus noventa años, la Academia Colombiana de Historia lo eligió como Miembro Honorario. Había ingresado a ella en 1963, por iniciativa del ex presidente Eduardo Santos, a raíz de la publicación de su obra sobre el general Uribe Uribe.

En aquel acto, el presidente de la Corporación Eduardo Durán, dibujó a Santa como un hombre “de caminar pausado, mirada penetrante, cabello plateado, ademanes finos y pensamiento profundo”.

Agregó que su vida fue como una luz en la poterna de las ideas: “Como un faro, como un cántaro del conocimiento, como un oráculo”. Eso significa que Eduardo Santa no ha muerto. Los oráculos proyectan el futuro y, desde Delfos, sabemos que viven más de mil años.

Credito
AUGUSTO TRUJILLO MUÑOZ - ESPECIAL PARA EL NUEVO DÍA

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