‘Alquiler’ de niños, la nueva forma de esclavitud

El alquiler de menores de edad es cada vez más frecuente en las grandes ciudades del país. Actualmente, Cali vive este flagelo; según los testigos, hasta por 25 mil pesos se puede conseguir un niño para ser explotado pidiendo dinero en lugares transitados.

Cuenta una vendedora ambulante que a todo el mundo le parece extraño que esa mujer de piel negra y cabello apretado tenga como hija a una niña blanca, de pelo liso y ojos azules.


La mujer, que tiene algo más de 30 años, lleva a su supuesta hija de tres meses en un coche y pasa de carro en carro pidiendo dinero en uno de los semáforos de la Autopista Suroriental de Cali.

Esa niña es alquilada. La vendedora ambulante lo sabe porque la “falsa mamá” le contó que fue hasta el barrio Sucre, en el centro de Cali, y pagó ocho mil pesos a la madre de la menor para que se la prestara “a ver si así recogía más plata”.

Prestar menores a cambio de dinero es hoy un perverso cambalache en el que se pone precio a vidas que apenas comienzan. Y como si no fuera poco que Cali ocupe el deshonroso quinto lugar del país con mayores registros de explotación infantil, ahora el alquiler de niños añade más gravedad a una problemática que en su contexto general ya es dramática.

Y es que lo que ocurre en sectores como la Avenida Sexta da cuenta de la gravedad del asunto.

Allí, incluso quienes se dedican a las ventas ambulantes en compañía de sus hijos dicen estar consternados con lo que en algunos parques aledaños acontece a diario.

Marleny, una vendedora de chicles, cuenta que son varios hombres y mujeres los que comandan a un grupo de niños ya ‘grandecitos’, de 10 años en adelante, y que los traen en buses de servicio público para no levantar sospechas.

Los ‘arrendatarios’ son gente común y corriente que se hace pasar por pasivos transeúntes mientras vigila desde lejos a sus ‘pequeños empleados’. Ellos se mimetizan con la ciudad, “pero no más ven que regalan 20 mil pesos a un niño, salen como locos a quitarles la plata y si no se la dan, los cogen a palo. Andan con una madera y les pegan”, aseguró Marleny.

Por eso no es gratuito que Patricia, otra vendedora ambulante de la ­Avenida Sexta, cargue en una pequeña maleta las tarjetas de identidad y ­registros civiles de sus hijos de siete y ocho años.

“No piense que son prestados”, dice la mujer, mostrando los documentos que usa como medida de precaución porque sabe que los controles de las autoridades han aumentado. Dice que es consciente de que llevar a sus hijos mientras vende no está bien, pero reniega porque “a quienes alquilan ese poco de niñitos no les hacen nada”.
    

Rescates frustrados

Tan clandestino es el alquiler de niños en Cali que aún no existen cifras ni casos concretos que den pie a una investigación.

Lo cierto es que las historias existen y se topan de frente con las organizaciones que tratan de erradicar este problema, como lo confirmó Mónica Giraldo, directora ejecutiva de la Fundación para la Orientación Familiar, Funof.


Ella asegura que en los tal­leres que brindan en las zonas del Oriente y la ladera de Cali, dedicados a niños y padres que han tenido que ver con el trabajo infantil, los vecinos del sector hablan con conocimiento de causa sobre el alquiler de menores. Sólo que lo hacen en voz baja porque aseguran que referirse al tema es poner en riesgo la vida.


Indagar sobre el tema es una verdadera odisea. No se encuentra ninguna pista sólida.
Y es que muchas veces la impotencia parece apoderarse de quienes participan en los operativos de control. A Mónica Giraldo, por ejemplo, le tocó ver cómo una camioneta oscura recogió rápidamente a un grupo de niños vendedores de la calle Quinta, justo cuando ­estaban listos para arrebatarle los pequeños a sus verdugos.


Y más doloroso resulta cuando son los mismos menores los que manifiestan su deseo de irse, pero el ‘patrón’ o arrendatario se niega a ello.

Por eso Alexandra Herrera, coordinadora del programa Pro Niño, nunca olvidará los ojos de aquel muchacho de 12 años al que encontraron manejando una carreta llena de escombros, por la que le pagaban 500 pesos el viaje. Esa vez el niño manifestó que quería irse con ella y con el grupo de trabajadores sociales que participan de las intervenciones en los barrios deprimidos de Cali.

Pero justo cuando se disponían a dejar el lugar, el pequeño sintió la mirada inquisidora del adulto que lo vigilaba y lleno de miedo corrió adonde él, cruzaron algunas palabras y regresó para comunicar que no podía irse. “Fue un rescate frustrado”, dijo Alexandra.

Un negocio redondo

Un vigilante de cuadra del barrio Colseguros, en el Sur de la ciudad, cuenta su historia para explicar lo lucrativo que puede resultar pagar por un niño. Se trata del caso de un desempleado que logró sobrevivir gracias a un niño ‘alquilado’.


Cuenta que el hombre de 40 años fue despedido de una multinacional y cayó en una profunda crisis económica. Comenzó a pedir dinero en el sector de La Luna, hasta que alguien le dio la idea de buscar un niño para que mejoraran sus ingresos.

Entonces se puso en contacto con una madre dispuesta a realizar la transacción. Dice el vigilante que la mujer le daba la oportunidad de escoger entre sus tres hijos. Uno de dos años, otro de cuatro y otro mayor. Siempre escogía el de cuatro, por recomendación de la mamá, y a cambio le pagaba siete mil pesos el día.

El hombre se veía demasiado mayor para tener un hijo tan pequeño, pero lograba ablandar el corazón de conductores y peatones, convenciéndolos de que el menor sí era su hijo para que así ­contribuyeran con sus monedas, manteniendo vivo el negocio. El vigilante dice que el hombre y el niño se fueron de la zona. Al parecer, sospechaban de sus andanzas.

Lo mismo pasó con dos mujeres ­tumaqueñas que vivían en Siloé y que ­pidieron por cada uno de sus cuatro hijos 25 mil pesos para que los pusieran a trabajar de 8:00 de la mañana a 8:00 de la noche en un semáforo de la avenida Pasoancho.

“Un personaje les pagó y les dijo que el negocio era con todos los juguetes. A los niñitos los traían en taxi, les daban los dulces para vender y hasta les traían el almuerzo. Ya por la noche se iban otra vez en taxi”, contó un vendedor de chicles que vio cómo se organizaba lo que él llamó “un negocio redondo”.

Explica que cada niño podía vender entre 50 mil y 70 mil pesos diarios, pero que ninguno de ellos recibía nada; todo era para el desconocido ‘patrón’.


Pero los controles de las autoridades los ahuyentaron y ahora sólo salen en días de quincena o los fines de semana, pero de noche. Lo hacen para que su actividad no sea tan evidente y para que los padres y acudientes cómplices que se resguardan en el anonimato no sean descubiertos.

Credito
DIANA CAROLINA RUIZ GIRÓN EL COLOMBIANO

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