Dedicado a nuestros viejos

SUMINISTRADA - EL NUEVO DÍA
Si Dios lo permite, algún día seremos ancianos. Así las cosas, ¿Por qué olvidamos que nuestros viejos nos necesitan? Por nuestras ocupaciones e ingratitudes, poco a poco el buen trato hacia los adultos mayores se ha venido desvaneciendo.

¿Ha notado que pese a que un bebé es tierno y frágil, su mano desarrolla una gran fuerza cuando le acercamos nuestro dedo? Él lo toma de tal manera que incluso no resulta del todo fácil soltarnos.

Esta reacción, conocida como ‘reflejo de prensión’, recuerda la importancia del tacto y la fortaleza que la ternura despliega.

La verdad es que no pretendo escribir de los bebés exactamente. ¡Es todo lo contrario! Me voy a ir con mis líneas al otro extremo; es decir, hacia los viejos.

Ellos, nuestros abuelos, sobre todo los que están abandonados en muchos ancianatos de Bucaramanga y de Colombia, también hacen lo mismo cuando alguien les toma la mano.

Para un ser avanzado en edad, el solo hecho de sentir el contacto de piel con alguien hace que su espíritu se embadurne con las tintas indelebles de la fraternidad y del amor.

Es un tierno gesto, cargado de calidez, que si tuviera la misión de embriagar los podría contagiar con el vino de la felicidad.

Esta percepción me la transmitió hace varios años una gran mujer: Doña Rosa. A ella, nada vanidosa con el tema de las canas y de las arrugas, le gustaba que le dijera ‘viejita’.

Esta señora se la pasó toda su vida visitando, de manera voluntaria, a los enfermos de los centros geriátricos.

Aunque no tenía mucha solvencia económica, les dedicaba sus ahorros, su tiempo y sus esfuerzos a los adultos mayores más necesitados.

De sus visitas ella recordaba el caso de un hombre que padecía una parálisis incurable y progresiva. Este hombre permanecía en una silla de ruedas, con las manos inmóviles.

Tenía más de 80 años, estaba casado y era el padre de ocho hombres. Su esposa, una mujer relativamente ‘más joven’ que él y muy egoísta, lo dejó cuando se enteró de su enfermedad. Además, lo internó en la citada fundación benéfica.

Un día hubo un encuentro de enfermos, al que por supuesto acudió Doña Rosa. Ella, a la hora de la comida, se percató de que Don Federico -el inválido de este relato- esperaba que alguien se diera cuenta de que él no podía ingerir ningún bocado por sus propios medios.

La abnegada mujer se le acercó y le dio de comer. Ella recordaba que Don Federico le tomó con fuerza su mano, al punto de lastimarla. Aún así, se hicieron amigos. Después, en otras visitas, él le confesó con amargura que la enfermedad había sido la causa de sus desventuras y del abandono familiar.

Por eso siempre se le veía triste, delgado y desmejorado.

Un día Don Federico le solicitó un favor a esta buena mujer: “Quisiera que no me soltara la mano”, le dijo.

Ella accedió y le ofreció no solo la mano, sino que le regaló un beso con la mayor naturalidad que pudo. Eso sí, fue una caricia amiga, con afecto y ternura.

Doña Rosa, por supuesto, salió un tanto impresionada y algo triste por la singular petición. Lo que sí comprobó es que este hombre cambió su semblante y recuperó el entusiasmo.

Recuerdo ese relato porque refleja el ‘tacto’ de una persona de buen corazón con alguien que sufría y que estaba martirizado con toda clase de padecimientos físicos y morales.

Doña Rosa nos explica que las personas no se enferman por esos males de los que habla la Organización Mundial de la Salud, ni por la pobreza, “sino por la falta de una mano amiga, de un abrazo y hasta de un beso”.

Siempre replica que los ancianos se enferman de artritis, entre otras cosas, porque nadie los toca y nunca los hacen sentir que están vivos.

¿Sabe algo?

Cada vez que usted besa a su viejo, él rejuvenece y vuelve a la vida.

Por eso: acaricien a sus abuelos, así no estén enfermos.

Debe ser un beso tierno, uno que los ponga a usted y a su familiar a tono con el alma y que sea un fiel espejo de eso que siempre olvidamos hacer; es decir, sentir amor por esas personas que ayer entregaron todo por nosotros.

Credito
EL NUEVO DÍA

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