¿Hacer lo que se nos dé la gana?

Usted, yo y en general todos tenemos cada día la tentación de hacer nuestra ‘regalada gana’. Diría que eso no es del todo ‘malo’, el problema radica cuando con nuestro proceder atropellamos a otros o damos feos ejemplos de lo que no se debe hacer.

Yo sé que cada quien puede hacer ‘lo que se le dé la gana’. Esa forma de actuar existe y más de uno la aplica al pie de la letra. Sin embargo, hay una línea muy delgada entre lo que es ‘querer hacer lo de uno’ y ‘caer en el libertinaje’.

Algunos le llaman ‘autonomía’ a ese proceder, otros lo tipifican como ‘capricho’. ¿Cómo lo denomina usted?

La verdad es que ese tipo de libertad poco o nada tiene que ver con el albedrío que Dios nos otorgó. La decisión con la que a veces administramos nuestras acciones termina por traducirse en una errada ‘rebeldía’.

He decidido escribir de este tema porque, al parecer, nos estamos acostumbrando a seguir nuestro propio gusto de una forma arbitraria y sin atender el sentido común ni la lógica de la vida misma.

Sin ser muy apegado a las reglas ni ser el más obediente de todos, me gusta el concepto de autoridad. ¡Y no es un asunto gratuito! Los seres humanos, por el simple hecho de tener la característica de ser seres sociales, necesitamos ponernos de acuerdo ‘sí’ o ‘sí’.

Más allá de querer satisfacer nuestras propias necesidades, necesitamos cierto orden. No en vano los preceptos, las normas o las obligaciones permiten que una sociedad no se convierta en una peligrosa jungla.

Las reglas deben existir, so pena de caer en el anarquismo. Y ellas, más allá de ser aburridas a la hora de acatarlas, deben ser respetadas.

La idea es que todos seamos libres, pero respetando los espacios de los demás.

En todo lo que hagamos habrá autoridad: en la familia está representada por papá y mamá; en el país, por los gobernantes; en la oficina, por los jefes; e incluso en las creencias espirituales, por el Dios que cada quien profese.

Ahora bien, una cosa es la autoridad y otra muy distinta es ser autoritario. Uno no puede maltratar a nadie, por más jefe, presidente o papá que sea.

Y lo digo porque siempre existe el principio de igualdad. Por eso, con el ánimo de que se cumpla este principio y para evitar que bajo el pretexto de ejercer la autoridad no se incurra en abusos o excesos con los ciudadanos, tenemos que estar sujetos a los principios consagrados en la Constitución o en los reglamentos.

De manera desafortunada estamos viviendo un tiempo en el que cada quien hace lo que se le antoja, sin pensar que tal proceder nos divide y viola los derechos de otros.

Por eso hoy nos la pasamos dando ‘tumbos’ por aquí y por allá. Nuestros caprichos solo se han traducido en una falta de seriedad, en trivialidades o en cosas poco trascendentales.

Ese mismo caos que se vive en nuestro entorno lo estamos viviendo en nuestro mundo interior. No hemos aprendido a enfocarnos en los proyectos, nos la pasamos improvisando y, en el fondo, nos guiamos más por la apariencia que por la esencia.

No podemos actuar al margen de la ley, tampoco podemos seguir esquivando los principios y, lo que es peor, seguir actuando de mala fe. Todo esto nos fracciona y nos arroja al vacío.

¡Ahí les dejo esta reflexión!

Credito
EUCLIDES KILÔ ARDILA

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