La encrucijada de la fumigación

Aunque la mayoría de los colombianos aplaude el regreso de la fumigación manual de cultivos ilícitos, los expertos son escépticos acerca de su efectividad. El debate de fondo es si Colombia será capaz de cambiar su enfoque en la estrategia antidrogas.

Gran polémica generó el Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE) al autorizar de nuevo la fumigación con glifosato, pero esta vez no por aspersión aérea, sino por la vía manual terrestre. Un año atrás se había suspendido el uso de este químico, dado que la Organización Mundial de la Salud (OMS) había publicado un informe sobre posibles efectos cancerígenos de esta sustancia. En su momento, el Gobierno pagó un alto costo político por hacerlo. La oposición lo acusó de estar cediendo ante las Farc y el narcotráfico en esa materia, y su aliado histórico, Estados Unidos, que ha sido un entusiasta promotor del glifosato, se declaró decepcionado.

Por eso, el anuncio de que se volverá a usar, si bien bajo otra modalidad, cayó como un baldado de agua fría en algunos sectores. Más confusión aún causó el que el entrante ministro de Justicia, Jorge Londoño, se declarara en desacuerdo. Aunque muchos interpretaron la actitud de Londoño como la primera muestra de lo difícil que será para algunos miembros del gabinete ser gobierno y oposición al tiempo, muchos otros ministerios y entidades del Estado no están de acuerdo con esta polémica sustancia. El debate en el CNE fue candente. Claramente, el Gobierno está dividido. El ministro Luis Carlos Villegas fue el gran defensor del regreso al glifosato, con respaldo del presidente Santos. Los demás ministros (Justicia, Salud, Ambiente, entre otros) tuvieron que aceptar la decisión y lograron a lo sumo una lista de requisitos y condiciones para disminuir al mínimo su impacto.

Los críticos no solo cuestionan los riesgos, sino que ya está probado que la fumigación por sí sola no sirve para contener en el largo plazo la expansión de la coca. Primero, porque los cultivos para usos ilícitos hoy en día están mezclados con otros legales. Segundo, porque los campesinos tienen estrategias para eludir el daño potencial del líquido en la mata de coca. Y tercero, porque los cultivos se trasladan a otros lugares rápidamente.

Pero más allá de las dudas sobre la efectividad de la fumigación, el Gobierno de EE.UU. revela que hay 159 mil hectáreas sembradas, un aumento del 42 por ciento en el último año. Ese crecimiento ha puesto al Gobierno contra las cuerdas, dado que la estrategia contra las drogas que lanzó el año pasado, que se enfoca no tanto en los cultivos como en los eslabones más poderosos de la cadena del narcotráfico, aún no ha mostrado resultados.

La paradoja

A finales del año pasado, el Gobierno dio un viraje trascendental. Por primera vez diseñó una política contra las drogas, para tratar de interpretar las complejidades del territorio, y no solo seguir los enfoques de la DEA que hoy están en entredicho en el mundo.

Ese nuevo enfoque parte de una premisa fundamental: reducir el impacto de las drogas, pero se entiende que permanecerán por mucho tiempo o quizá por siempre. Es decir, la idea de un país libre de drogas, o con cero matas de coca, como quisieron en su momento los gobiernos, no es viable ni realista.

En forma coherente con ese enfoque el Gobierno construyó una estrategia sobre tres pilares. Primero, golpear prioritariamente los eslabones más fuertes de la cadena del narcotráfico y no tanto a los más débiles como se ha hecho hasta ahora. En Colombia se han capturado en los últimos años a 87 mil personas bajo posesión de drogas. “El 94 por ciento de ellas poseía menos de 250 gramos, y el 40 por ciento era de marihuana. ¿Se está haciendo daño al narcotráfico con eso?”, se pregunta un alto funcionario del Gobierno.

En esa lógica se cambió la prioridad y en lugar de que la fuerza pública esté persiguiendo cultivadores, la Brigada contra el Narcotráfico de Ejército incrementó su esfuerzo en interdicción y golpes a laboratorios de las mafias (se calcula que hay 700 de ellos en todo el país). El resultado ha sido un crecimiento del 30 por ciento en esta materia.

Un segundo cambio fue enfrentar los cultivos ilícitos con herramientas propias del desarrollo rural. Dos décadas después de hacer miles de proyectos agrícolas fracasados, el Gobierno entendió que si no hay una intervención integral en las regiones que producen coca, los campesinos la seguirán cultivando. Esa enseñanza dejó hace ya casi una década el Plan de Consolidación de La Macarena. En esa ocasión el Estado no se conformó con ‘proyecticos’, sino que hizo una intervención institucional, desde un esfuerzo grande en seguridad, pasando por titulaciones de tierras, construcción de puentes y carreteras e incentivar una economía legal con cultivos de mediano plazo. Era una idea que tomaba tiempo y mostró en pocos años muy buenos resultados. De 2006 a 2010 esa región pasó de tener 26 mil hectáreas sembradas en coca a tres mil. Si no se hizo sostenible es porque inexplicablemente se abandonó el esfuerzo.

Pero La Macarena dejó varias lecciones. 1) Que se necesita un esfuerzo sostenido en el tiempo. 2) Que hay que tener enfoque territorial y dar a cada región el tratamiento que sus particularidades exigen. El Gobierno calcula que 100 municipios producen el 46 por ciento de la coca del país y en ese sentido se debe focalizar en ellos el mayor esfuerzo. 3) Que la intervención debe ser integral. 4) Que funciona mejor si se hace a través de pactos y acuerdos con comunidades y gobiernos locales.

El problema con esta política, que va en la dirección de los acuerdos de La Habana, es que funciona más en el papel que en la realidad. Si el desarrollo rural es un desafío enorme en zonas de agricultura tradicional, lo es aún más en zonas de coca. La inversión en estas regiones no ha sido una prioridad, menos aún en tiempos de crisis fiscal como los actuales. El Estado no llega o lo hace muy lentamente y eso se convierte en un factor permanente de fricción entre gobierno y comunidades, como ha ocurrido en Catatumbo. Para no mencionar la corrupción, la politiquería, la debilidad institucional, y el casi inexistente aparato productivo que hay en las regiones. Habrá que ver con el tiempo los resultados de este nuevo enfoque que se está probando por ahora en Nariño y Putumayo.

Finalmente, el Gobierno decidió dar al problema del consumo tratamiento de salud pública. El uso interno de drogas está disparado y no tiene sentido meter a la cárcel a quien carga su dosis personal. La Corte Constitucional también ha venido trazando lineamientos para flexibilizar conceptos en esta materia. Esto es un gran desafío, porque gran parte de la droga que se produce ya no va al extranjero sino que se queda en el país. Esta es una preocupación mundial y el viraje en ello se está dando en casi todo Occidente.

Credito
EL NUEVO DÍA

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