“Soy voluntariamente deportada”

COLPRENSA - EL NUEVO DÍA
Y ella, con siete meses de embarazo, le dijo esa tarde a su esposo: “No voy a parir a mi hijo acá para que me lo quiten; prefiero irme por la trocha”.

Por los ladridos destemplados y persistentes de ‘Escubi’, Doris Parada sabía si algún extraño se acercaba en las noches a la casa donde vivía en arriendo con su esposo y sus dos hijos en el barrio Bolivariano, en Ureña, a unos cinco kilómetros de la frontera con Colombia.

“No dormíamos –dice–. En el barrio empezaron a contar que la Guardia no golpeaba a las puertas, sino que las abría a patadas y lo sacaban a uno a empujones. Vivíamos asustados. Nos levantábamos cada vez que latía el perro y no volvíamos a pegar ojo. ¿Quién iba a dormir con ese miedo?”.

Durante tres días, Doris Parada no supo qué hacer. Hasta que le contaron que las autoridades de Venezuela se iban a quedar con los niños que nacieran allá por ser “hijos de la patria”.

Y ella, con siete meses de embarazo, le dijo esa tarde a su esposo: “No voy a parir a mi hijo acá para que me lo quiten; prefiero irme por la trocha”. Salieron a la madrugada siguiente, con sus hijos y la ropa que llevaban puesta.

En otro sector de Ureña, en el barrio Brisas de la frontera, Carlos Jaramillo atisbaba todas las noches por las rendijas de su casa de tablas de madera.

Solo veía el monte vecino y las calles sin pavimentar y, más allá, un conjunto de las casas que les regaló Hugo Chávez a venezolanos pobres.

“Como en el barrio hay casas de latas y la brisa sopla duro, me despertaba a veces un estruendo. ¡Se metieron!, pensaba yo. Saltaba de la cama y permanecía casi una hora mirando por la rendija”, dice Carlos Jaramillo.

Además, Sandra Ramírez, su esposa, con dos meses de embarazo, comenzó a enfermarse. Se desmayó tres veces. Le daba mareo y dolor de cabeza. Llevaban dos semanas alimentándose con solo pasta y, de vez en cuando, con un pedazo de queso o harina que les regalaban los vecinos. “En los supermercados ya no nos vendían nada a los colombianos”.

Sandra no aguantó más. Un miércoles, a las seis de la mañana, agarró a sus hijas de la mano y se marchó para San Antonio, con la idea de cruzar la frontera hacia Colombia. Su esposo la siguió una semana después, pero por la trocha.

Más deportados

La situación de Wilfrido no fue tan dramática. No quiere dar su apellido. Es un pastor cristiano nacido en Dagua, Valle del Cauca. Vivía en arriendo en San Antonio, por los lados del cementerio. Cuando comenzaron las deportaciones, Wilfrido se encerró en la pieza dónde vivía.

A él tampoco le vendían víveres. La dueña de la casa le regalaba comida y él, a cambio, le ayuda con el aseo de la vivienda. Pero se cansó de esa situación y, atemorizado ante una deportación, empacó su única maleta y caminó hacia el puente fronterizo para salir voluntariamente.

Patricia, otra colombiana que vivía en Ureña, escuchó el 22 de agosto las noticias de las primeras deportaciones. Supo que todo comenzó en Mi pequeña Barinas, un asentamiento marginal ubicado en San Antonio del Táchira. Allí el gobierno venezolano derribó casas de ilegales y expulsó a sus habitantes colombianos. Los acusó de paramilitares.

Rezó para que la crisis terminara pronto. Días antes a su mamá le habían extirpado un tumor canceroso en Cúcuta y debía comenzar un tratamiento médico con urgencia en esa ciudad. Esperaron dos días, pero la crisis de agudizó. El presidente Maduro autorizó un corredor humanitario entre Venezuela y Colombia y ellas lo aprovecharon. Por los afanes, solo trajeron un morral con dos mudas. Patricia pensó que si salía voluntariamente, podría regresar en los días siguientes. Se equivocó.

Mientras tanto, a otro colombiano, Iván Enrique Bustos Sosa, le llegaban las noticias de que los desalojos se acercaban cada día más a la pequeña finca donde vivía con su familia, en una vereda de Ureña.

Se apresuró a vender once novillas. Cuando presintió que la deportación era inminente, Bustos Sosa alertó a su familia, alistó las diez vacas que le quedaron y salió en busca de la trocha. “Preferí salir antes de que me sacaran para poder salvar mi patrimonio”, dice.

A reconstruir sus vidas

 Doris Parada y su familia llevan un mes en la carpa número 27 del albergue de la Cruz Roja, en el Inem de Cúcuta. Son las once de una mañana soleada y calurosa. Un ventarrón levanta una nube de tierra y la deposita en los corredores que separan la hilera de carpas. Algunas familias alistan sus pertenencias en cajas de cartón, porque ya les anunciaron que esta tarde los trasladarán a otro albergue. El Gobierno quiere unificar a las mil personas que aún permanecen en carpas en la capital del departamento.

Doris Parada ya perdió la esperanza de recuperar lo poco que tenían en Venezuela: un ventilador, un televisor, una nevera y la lavadora. Allá su esposo manejaba una tractomula. Ella es de Pamplona y él, de Cali. Se conocieron en Santa Marta, donde Doris trabajaba como empleada doméstica, y se fueron hace diez años para Ureña. Ahora no saben qué van a hacer.

Carlos Jaramillo, Sandra Ramírez y sus dos hijas permanecen en la Casa del Alfarero, un refugio particular en el barrio Belén. No tienen un peso. Carlos ya está tramitando en Cúcuta su licencia de conductor. De Venezuela solo le interesa recuperar sus enseres. Se quiere ir para su Barranquilla natal en busca de trabajo como chofer de taxi.

Wilfrido es el más desubicado. Anda solo. No sabe nada de su familia de Dagua. No tiene una profesión ni oficio definidos. En Venezuela trabajaba de ayudante en una zapatería. Compraba materiales y hacía cosas varias. Quiere averiguar si las planillas que firmó a la salida eran de deportación o un simple registro. Mientras tanto, se pega del salmo 46 del Nuevo Testamento. Lo abre en la página 507 y lee: “Dios es nuestro pronto auxilio en las tribulaciones…”

Patricia, por fin, pudo recuperar a su hijo. Acudió a la figura de reunificación familiar y la Cancillería colombiana se lo llevó al albergue. En Colombia se siente despistada. Ya no es su país. Nació en Cali, pero se fue para Venezuela hace 35 años, cuando tenía 14. Trabajaba con una empresa de confecciones. “Allá está todo”, dice.

Iván Enrique Bustos anda como un loco por todas las oficinas de la ciudad tratando de liberar las vacas que le decomisó la Aduana de Colombia. Ha visitado el lugar donde le dicen que permanecen sus semovientes, pero ni siquiera lo dejan entrar. Tampoco sabe nada de los 25 litros diarios de leche que le daba cada animal. En Venezuela dejó 15 marranos, 40 gallinas y una finca de cinco hectáreas. Dice que eso ya se perdió, así que tratará de rehacer su vida en el Catatumbo, de donde salió huyendo hace ocho años, porque lo iban a secuestrar. 

Cruzar la raya o la trocha

A Doris Parada, a su esposo y a sus hijas les advirtieron que no hablaran mientras cruzaban la trocha. “Nos dijeron que la Guardia permanecía alerta y tenía orden de disparar”. Los guías eran tres muchachos que les cobraron diez mil bolívares a cuatro familias por llevarlas hasta la frontera.

Iban jadeantes, sudorosos. Ella llevaba a su hija mayor de la mano. Su esposo cargaba al niño de dos años. Doris calcula que demoraron unas dos horas. Casi al mediodía cruzaron, con el agua a las rodillas, un río putrefacto, de lecho baboso, detrás de la Cárcel Modelo de Cúcuta. Los guías les habían dicho que en la mitad del río comenzaba Colombia y ella, por el afán de alcanzar el centro, casi se cae en las aguas pútridas.

Sandra Ramírez, en cambio, prefirió salir por el puente internacional. Llegó con sus hijas a San Antonio. Allí se encontró con una muchedumbre controlada por decenas de guardias venezolanos. Dijo que se quería ir, pero igual le pidieron la cédula y la obligaron a permanecer en una fila. Pasaron casi siete horas bajo el sol, sin agua ni alimentos. Hacia las cinco de la tarde la hicieron firmar unos papeles y poner sus huellas dactilares. Considera que quedó en una situación especial: “Voluntariamente deportada”. Luego se sintió arreada hacia los buses en medio del gentío. Los bajaron en la mitad del puente y les dijeron: “Lárguense, ese es su país”.

“En Migración Colombia nos dijeron que ya había cerrado el censo de deportados y me quedé manicruzada. Busqué dónde sentarme porque sentía que me desmayaba. Un policía me regaló dos sopas”. Así la encontraron los socorristas del Consejo Noruego y del Servicio Jesuita a Refugiados, SJR. Media hora después volaba en una ambulancia hacia el hospital. Su bebé estaba en riesgo.

A su esposo, que trabajaba cargando y descargando bultos en las afueras de Ureña, le llegaron las noticias de que Sandra seguía hospitalizada. Él se había quedado allá para tratar de reunir un dinero y para cuidar los corotos que tenían en su rancho de tablas. Pero decidió dejar todo recomendado. Le puso una cadena doble y un candado a la puerta, sin muchas esperanzas, y se escabulló por la trocha.

A Wilfrido, el predicador, también le quitaron la cédula colombiana en San Antonio. Aún no sabe si está deportado. “¿Para qué nos hicieron poner la firma y la huella en esas planillas si yo ya iba a salir por mi voluntad?” Dice que, de todos modos, esto tenía que pasar, porque es el fin de los tiempos. Lleva el Nuevo Testamento en el bolsillo de su camisa.

Patricia, después de acompañar a su mamá a las primeras citas médicas, intentó regresar a Venezuela a rescatar a su hijo, pero no le permitieron ingresar. Le tocó resignarse y buscar un albergue.

Iván Enrique Bustos y su familia, después de arrear las diez vacas lecheras durante más de una hora por la trocha, salieron a Santa Cecilia, a unos cuatro kilómetros de Cúcuta. Apenas cruzó la frontera se fue al ICA a informar del ingreso de los animales. Horas después, cuando los trasladaba a un potrero en las afueras de Cúcuta, se los decomisó la Policía Aduanera. Un sargento le dijo que eso era contrabando. “Qué papeles voy a traer si nos tocó huir a la carrera para salvar el patrimonio”, dice. 

Credito
JOSÉ NAVIA LAME ESPECIAL PARA COLPRENSA

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