Garrapata: una batalla olvidada

Crédito: Internet - EL NUEVO DÍA
Este 22 de noviembre se cumplen 144 años de la Batalla de Garrapata, episodio de una de las nueve guerras nacionales del siglo XIX. Se libró entre el 20 y el 22 de noviembre de 1876, a escasos kilómetros de Mariquita y Falan. A pesar de permanecer en el olvido, significó un avance notable en el desarrollo del derecho humanitario.
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En abril de 1877 entraron a Medellín las tropas del triunfante general Julián Trujillo, poniendo término a la guerra civil iniciada en el Estado del Cauca a mediados de julio del año anterior. Fue la Guerra del 76, una de las nueve guerras nacionales que azotaron el territorio colombiano a lo largo del siglo XIX. Los territorios de Antioquia, Tolima, Cundinamarca y Boyacá  también fueron escenario de la confrontación. En total, quince batallas pero una es especial para el Tolima: la de Garrapata, la última que se registró en esta parte de la geografía patria.

Todo empezó trece años atrás. La Convención de Rionegro expide, en nombre del “pueblo y de los Estados Unidos Colombianos”, la constitución de 1863. En su preámbulo, cuando los rezos y el canto de los curas era un incesante murmullo, a la par que el Santo Rosario, más que ritual de oración, era el imaginario político mismo de la mayoría, en la feudal sociedad de entonces, se omite la invocación de Dios como fuente del poder. El resultado, un Estado Federal laico, con sus secuelas obvias en el tema religioso y, en especial, una inédita estructura institucional en la educación que se consagró como pública, obligatoria, y, cómo no, laica. Es la obra más acabada del radicalismo liberal, aunque ya en 1861 el general Mosquera había propinado a la iglesia católica una estocada terrible con el decreto de “desamortización de bienes de manos muertas”, redimiendo las riquezas terrenales de Dios en poder de la iglesia católica. Sensibles antagonismos están latentes en el seno de la sociedad.

 

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General Santos Acosta. 

 

El aliento de Roma

Así estábamos cuando de Roma llega un aliento que agita espíritus y renueva pasiones religiosas y partidistas. El Papa Pío IX promulga en 1864 la encíclica Quanta Cura y, con ella, un texto llamado el “Syllabus” que enlista los supuestos errores de la época, iniciando con el liberalismo, ¡terrible, cómo no! Los conservadores reaccionan con el apoyo de la Iglesia y de poderosas oligarquías locales y regionales, que auspician la formación y acción de innumerables grupos guerrilleros y ejércitos privados. El Estado central, debilitado por la soberanía de los Estados, carece de músculo militar y político para contenerlos. Hay quienes calculan que, entre la entrada en vigencia de la Constitución de Rionegro y el inicio de la guerra de 1876, hubo cerca de 40 rebeliones y levantamientos locales o regionales; además de innumerables emboscadas, pequeños asaltos y tomas territoriales reducidas.

En una coyuntura cuya dinámica está signada por contradicciones tan antagónicas, solo falta el detonante. Y el punto de inflexión aflora. Elecciones de 1876. Don Aquileo Parra es electo presidente, en medio de fundadas y generalizadas acusaciones de fraude, para el periodo presidencial 1876-1878 en representación del liberalismo radical, que extiende su secuencia de gobiernos ininterrumpidos desde 1863. En el Estado del Cauca, el Gobernador era el liberal radical César Conto, curioso personaje entre poeta romántico y político dogmático y fundamentalista, obsesionado con aniquilar no solo a los conservadores sino al conservatismo; sus tropelías para hostigarlos eran incesantes. El 11 de julio de 1876 la ciudad de Palmira es asaltada y tomada por turbas conservadoras que, al mando del general Francisco Madriñán, pretextan estar contra los abusos del gobernante. Los estados de Antioquia y Tolima, con gobiernos conservadores, más por cautela que por falta de convicción de sus líderes, se resguardan en una neutralidad que, más aparente que real, es efímera e imperceptible. El primero, alegando la defensa de la soberanía de los estados, la religión y la fe católica, bajo la premisa del derecho sagrado a la rebelión y la guerra santa y justa, organiza un ejército que, presidido por las imágenes de Cristo Rey y la Virgen del Carmen, en compañía de un mesías vanguardista y callejero de Abejorral que pregona el fin del mundo, se lanza a la toma del norte del Cauca. Hay que exterminar a los impíos y a las huestes del demonio para aminorar la ira de Dios. Los inspira la arrogancia de tener encerrada en la cuadrícula mínima de sus creencias la única verdad posible. Han empezado los fuegos de la guerra de 1876.

 

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El campo de Garrapata

A ocho kilómetros de San Sebastián de Mariquita, en el recorrido hacía Armero-Guayabal, el caserío de San Felipe, para encontrar, luego de un trayecto breve y ligero, una fértil explanada entre la serranía de Lumbí a la derecha y el río Cuamo, prácticamente recibiendo los últimos descensos de la cordillera que se deshace en la llanura, a la izquierda. Allá, en la media montaña, Falan, antes Santa Ana. Esa llanura feraz que enriquece la economía regional, ¡quién lo creyera!, fue el escenario de una de las últimas batallas en la guerra de 1876. Garrapata se llama la llanura que dio nombre a esa confrontación entre las tropas gobiernistas liberales y los ejércitos conservadores insurrectos. Fue una confrontación delirante, excesivamente sangrienta, pero, ¡no es de creer!, con alumbramientos humanitarios sorprendentes. Desde los episodios bolivarianos en los que el General propone al Virrey Sámano, luego de la batalla de Boyacá, en septiembre de 1819, un intercambio de prisioneros y el encuentro con Morillo en Santa Ana, en noviembre de 1820 para regularizar la guerra y humanizarla, no se registraban encuentros de los contendientes para ocuparse de los presos de guerra y establecer pautas para aminorar los efectos letales de la confrontación. En Garrapata se rompe con esa tradición maldita; allí hubo, incluso, episodios de confraternidad entre los comandantes enfrentados.

En los primeros días del mes de noviembre de 1876 un ejército de 7.000 efectivos conservadores sale de Manizales con destino a Santa Ana, para luego llegar a la llanura de Garrapata. El desplazamiento, por caminos regulares y trochas improvisadas, es pesado y difícil; las lluvias les dificultan el avance. La idea es franquear la llegada a la capital, pero ya está en camino la respuesta del Gobierno liberal que ha enviado un regimiento de 4.000 hombres, a órdenes del general Santos Acosta, director del ejército de occidente, teniendo en la mira la toma de Manizales. En batallas anteriores el Gobierno ha propiciado representativas derrotas a los rebeldes; la más importante y próxima, la de Los Chancos.

Luego de cruzar por Santa Ana, como una espesa mancha variopinta, la soldadesca conservadora se va desgajando por la falda de la montaña, hasta llegar a la llanura de Garrapata, mientras que las fuerzas liberales necesitaban varios días para estar en ese campo de guerra. Esa ventaja temporal le permitió al ejército conservador, sin premura, en un ambiente de optimismo, misas, rosarios y oraciones, cavar trincheras (algunas de las cuales aún existen), levantar parapetos y toldos de campaña. La superioridad numérica y el estar primero en el teatro de la confrontación, teniendo ocasión de conocer cuanto vericueto existe en esa geografía, da al general Marceliano Vélez una ventaja posicional envidiable; convencido de ello, se lo hacía saber a su tropa cuando, de un lado a otro, recorría el improvisado campamento, lanzando consignas religiosas en mixtura con las políticas, al tiempo que propiciaba la formación de coros que entonaban el Ave María.

Al fin, la batalla. Aunque Santos Acosta no dispuso de tiempo para mayores ejercicios y preparaciones defensivas, el conocimiento de las leyes de la guerra y su experiencia le permitieron acomodarse para dar cara al enemigo. Además, sabía que su tropa sentía el aliento del eco de la reciente victoria de Los Chancos. Y fue él, Santos Acosta, quien en las primeras horas de la mañana del 20 de noviembre lanzó los primeros fuegos; la réplica belicosa fue inmediata. Antes del mediodía la intensidad del combate era descomunal. La muerte y la sangre ya no eran simples fantasías sino realidades atroces. Fueron los momentos en los que el comandante conservador, más humanista y conversador que militar, se le ocurrió lo de un personaje de Cien años de soledad, para quien “La guerra, que hasta entonces no había sido más que una palabra para designar una circunstancia vaga y remota, se concertó en una realidad dramática”. Una idea lo invadió; se dijo a sí mismo: “no, no, no, esto no puede ser; hay que parar”.

 

Una batalla de aniquilamiento mutuo

Al terminar la tarde del 20 de noviembre la confrontación fue perdiendo intensidad. Al fin los combatientes cesaron su acción. Cayó la noche. En cada campamento la aritmética básica dio cuenta inmediata del letal resultado. En ambos bandos cientos y cientos de muertos y heridos. Y de dolores comunes: el coro desgarrador de los heridos gimientes; las muestras de dolor de la soldadesca al reconocer y recordar los muertos. El general Vélez, mareado por el olor a pólvora y con el rictus del espanto en su rostro, discutía con su círculo de apoyo sobre cómo poner fin a la matazón. No era fácil. El general Manuel Casabianca, segundo al mando de los rebeldes, se oponía a cualquier cosa que no fuera arrasar al enemigo. Pero las batallas tienen su curso. Ya es 21 de noviembre. Sucede un nuevo episodio pero menos intenso que el anterior, casi inofensivo, como si los contendientes no quisieran hacerse daño. Pequeñas escaramuzas. Entonces se registra un imprevisto afortunado. Los centinelas del campamento liberal encuentran un herido del ejército conservador. Un oficial de apellido Uribe. Le prestan auxilio. El corneta da un toque de atención para facilitar el traslado del herido a su campamento. Viene una comisión de sus parciales para trasladarlo y el general Vélez aprovecha para enviar un mensaje que Santos Acosta responde positivamente. Los guerreros acuerdan reunirse al día siguiente. El comandante conservador va más allá: visita sorpresivamente el campo contrario; indaga por los muertos y los heridos; hay gestos de confraternidad con el contrario.

El día 22, sin pompa ni ritual, en una improvisada tienda se reúnen los comandantes, con sus segundos más inmediatos. Vélez abre el diálogo. Recuerda los gestos bolivarianos para humanizar la guerra e invoca el “derecho de gentes” que, consagrado como principio constitucional en la Carta de 1863, deben acatar. Acuerdan una tregua de tres días que se prorroga uno más. Se reúnen el 26. Pactan una tregua de dieciséis días para procurar un tratado de paz. En el entretanto, Santa Ana (Falan) es zona neutral, se abandonan temporalmente los campamentos, se realiza canje de prisioneros y se convienen otras medidas humanitarias. Se designan compromisarios para elaborar el respectivo documento que debe suscribirse a las siete de la mañana del día siguiente. Así ocurrió. El general Vélez se tranquiliza. Quería regresar a Manizales. Esa idea lo obsesionó desde cuando sonó el primer disparo.

El general Santos Acosta efectúa los alistamientos del caso, en forma pausada. Se toma su tiempo para asegurarse que los soldados, que habían perdido la vida en la confrontación, tuvieran sepulturas dignas. Aprovecha para rendirles honores y para los rituales litúrgicos del caso. Al finalizar la tarde emprende el regreso a la capital, por el mismo camino de llegada. El general Marceliano Vélez, sin liturgia ni aseguramiento de las sepulturas de sus soldados muertos, partió de inmediato; también quería huir del campo de batalla. Una parte de su ejército tomó el camino de Santa Ana; él, con el resto, inició el regreso por el camino de Mariquita. Atravesó sorpresivamente la ciudad. La algarabía de su soldadesca no trajo molestia a los habitantes del poblado sino tranquilidad; los días anteriores el viento les había traído un insistente y fastidioso olor a pólvora, que les hizo sentir la guerra en sus calles. Ese paso de tropas era la prueba de que todo había terminado.

La batalla de Garrapata, a pesar de los extremos de crueldad por la cantidad de muertos, mutilados o simplemente heridos, no tuvo vencedores ni vencidos y, ¡vaya ironía!, aunque eso la hace militarmente inútil, marcó un hito histórico en el lento proceso de desarrollo de las prácticas humanitarias de la guerra y del trato a los prisioneros que, en cuanto están involucrados en una rebelión, son presos políticos. ¡Vaya avance! Todo eso ocurrió en las propias goteras de Mariquita. Es oportuno recordarlo.

 

 

 

Internet - EL NUEVO DIA

General Santos Acosta.

 

Credito
Hernando López Visbal.

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