Soliloquio de un “adulto mayor” en cuarentena

libardo Vargas Celemin

Desde un segundo piso, acodado sobre un muro, delgado, con una barba de más de cinco días y una piyama descolorida, contemplo las calles desoladas de mi barrio, en las que extrañamente nadie pasa y solo se escucha el trino lejano de algún pájaro extraviado.
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Son las diez de la mañana y el día se me atraviesa como un enorme desierto que debo transitar despacio, tratando de reflexionar sobre lo que ha sido mi vida y lo que será el incierto horizonte que se acerca con su cúmulo de sorpresas.

Uno tarda mucho en tener plena conciencia de que le llegó la vejez, aunque muchos signos de alerta la van anunciando, la mayoría de los cuales uno enmascara con medicamentos: un dolor articular; asfixia reiterativa, insomnio que va creciendo, pérdida paulatina de la memoria y tantas otras desdichas que un día cualquiera, por más que uno oculte, los allegados lo descubren y sentencian implacablemente: “esos son los achaques de la vejez”.

Ya se ha dicho que el primer temor del ser humano es la muerte y por más que sea inexorable, nunca nos acostumbramos a aceptarla y hemos pasado gran parte de la existencia tratando de eludirla. Hemos sufrido ante los anuncios de un posible estallido de la bomba atómica; la Tercera Guerra Mundial, el calentamiento global, los fenómenos naturales y hasta la violencia política.

Pero ahora, con gran sorpresa se nos vino encima una enfermedad que nos tiene acoquinados y, sobre todo, constreñidos, minimizados, convertidos en briznas casi intangibles.

Me hace mucha falta la gritería infantil, ahora ni siquiera mis nietos pueden verme, porque me han etiquetado como “vulnerable” y debo estar encerrado en mi cuarto. Recuerdo que hace un año leí “Bienaventurada la vejez” de Robert Redeker, con la esperanza de aumentar mi autoestima, pero dramáticamente el autor pronostica: “Quizás el siglo XXI tratará de inventar para los viejos –esos hombres que sobran así como residuos de un tiempo en el que ya no queremos pensar– un equivalente al infanticidio diferido que es la guerra”.

Me duele pensar que se esté cumpliendo la predicción. Como no nos pueden enviar al campo de batalla, nos reducen y confinan a esta soledad que puede ser igual o peor. Ojalá que todo esto solo fueran especulaciones mías, pero mis manos, de tanto lavarlas ya están marchitas. Al antejardín no he podido bajar a echarles agua o a podar las matas. Mi vecino no lo he vuelto a ver y de los amigos del café de paso, no sé qué ha sido de ellos.

Solo espero que la vida me de la oportunidad de sobrevivir a esta cuarentena y que pueda bajar las escaleras y abrirle todas las puertas a la libertad.

LIBARDO VARGAS CELEMIN

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