La experiencia de un fumador

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Cuando fumaba sentía que respiraba. Nadie me entendió en 15 años y no supe como más hacerme entender. Esa sensación tan agradable del humo entrando a mi garganta la repetía 30 veces en el día. Cada hora aproximadamente.

Al despertarme y al acostarme, lo primero y lo último que hacía en el día, con frío o con calor, con hambre o sin ella, con tragos o sobrio, en la casa o en la calle, antes y después de hacer deporte, fumaba un cigarrillo, era yo un verdadero adicto al tabaco. En el mercado compraba cuatro cartones de cigarrillos, un estimativo de la cantidad que requeriría en el mes, aunque nunca -que recuerde-, fue la cuota suficiente.

A pesar de disfrutarlo, era consciente del daño y del obstáculo social que significaban su olor, sus manchas y la necesidad periódica de consumirlo.

Al verme bajar a fumar al parqueadero cada rato, el mensajero de la empresa donde trabajaba se me acercó y respetuosamente me sugirió llamar a un teléfono que me compartió donde, según él, la gente hacía fila para que allí les quitaran el hábito de fumar.

En ese teléfono me garantizaron que dejaría de fumar inmediatamente después de asistir a una charla de ocho horas, de lo contrario –también al instante- me regresarían el dinero. Sin regresiones, ni hipnosis, ni trucos extraños. ¡Qué más podía perder! Consigné el dinero y asistí dos días después a la mencionada sesión a la que asistieron conmigo ocho personas.

Entre ellos, era el que menos fumaba. Fuimos autorizados para fumar y tomar café dentro del salón hasta el hastío. Créanme que a los 30 minutos estaba agotado de la charla que nos estaba dando este señor, era algo sin preparar, improvisada completamente, para nada el orador que esperaba. Nos compartió información relacionada con el tabaco, estadísticas, enfermedades, es decir, todo el contexto del tabaquismo y de su dependencia física y psicológica. Fui muy crítico durante toda la sesión y pregunté, discutí, defendí y hasta alegué con el moderador.

Cada uno contó historias personales relacionadas con su dependencia y con los múltiples intentos por dejar el consumo, ninguno exitoso. Fumadores de 30 y 40 años, con voz quebrada por los congestionados y débiles bronquios, de piel arrugada, dientes opacos, consumidores de tres y cuatro paquetes diarios y con la psicología afectada ya por la impotencia y el yugo al que nos encontrábamos sometidos. Un cuadro realmente deprimente.

Llegó el momento del último cigarrillo, todo un ritual: de pie, reunidos en corrillo, cada uno se fumó el último y lo tiró al piso junto con su candela y el paquete que tenía guardado en sus bolsillos; los rostros eran los de ocho personas preocupadas y convencidas de no ser capaces de dejarlo.

La sesión terminó cuando el moderador dijo: ¡disfruten de su libertad, a partir de este momento han dejado de ser esclavos del cigarrillo! Mientras todos compartían alegres el resultado, mi desconsuelo era mayor al sentir un nuevo fracaso. Avergonzado, me despedí sin ánimos si quiera de reclamar el dinero de la garantía y salí a comprar un paquete de cigarrillos.

Al día siguiente miré la cajetilla que había dejado puesta en mi mesa de noche. Muchas veces la miré extrañado porque la sentí desconocida, lejana, como si no me perteneciera. Sin poder explicar lo que ocurrió, ese día fue de extrañamientos, desubicado, como si estuviera viviendo la vida de otra persona… desde aquel momento he contado ya seis años desde que no fumo.

Credito
FEDERICO CÁRDENAS JIMÉNEZ

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