De viajes y memoria

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Las últimas tres semanas he recorrido algunas regiones de Colombia. En una, como Santander, fui a conocer. En otra, como el Huila, fui a recuperar personas y paisajes.

Había estado en Bucaramanga varias veces, pero a ella había accedido, no me pregunto ahora por qué, por vía aérea. Así que la belleza agreste de sus paisajes o la dulzura de sus pequeños paraísos, que están diseminados a lo largo de la tierra comunera, sólo habían penetrado en mi corazón a través de videos o fotografías.

Puedo decir que estuve en contacto con sus gentes, que a unos niños les leí algunos de mis textos, que compartí mi creación con estudiantes universitarios y participé en momentos especiales con escritores, cantores y poetas de la región o venidos de México, Argentina, Chile, Paraguay, Ecuador, Rusia, Grecia y algunos departamentos de Colombia.

Ahora puedo decir que recorrí las calles empedradas de Barichara, que gocé el vuelo aéreo paralizante del teleférico para cruzar el Cañón del Chicamocha, que conocí la iglesia del Socorro, levantada como un monumento medieval sobre el verde de todos los matices que iluminan el paisaje; que recorrí los senderos de El Gallineral en San Gil y estuve en la hermosa casona de funge de Casa de la Cultura; que recorrí la sede del Libro Total, en Bucaramanga, ejemplo de la creatividad y del empuje empresarial de esta región de Colombia.

Después de participar en ese VIII Encuentro de Escritores ‘Vuelven los comuneros’, en Santander, coordinado por Hernando Ardila y coordinado por Amparo Moreno, me dirigí con mis hermanos al Huila.

Era un regreso soñado, esperado durante varios años. Mi hermana Sonia no volvía desde hacía 40 años. Mi hermano René acercaba su ausencia a los 21.

Y llegamos a Pitalito. De la sorpresa pasamos a la nostalgia, después de experimentar la ansiedad del paisaje guardado en la memoria y confrontarlo con la agresividad del cambio abrupto que le había infringido la realidad.

Ahí fuimos conscientes del tiempo transcurrido y reconocimos que los años acumulados entre olvidos, fracasos y victorias habían cobrado su factura y eran otras las personas, otros los paisajes, otras las historias que fluían bajo la otrora apacible brisa laboyana.

Encontramos que la familia que habíamos dejado se reducía a sólo dos cabezas principales y un reguero de memoria perdida que comenzó a ser visible en las conversaciones que nos tomaron horas y horas, de día y de noche, para recuperar esa vida ya perdida en el laberinto del pasado.

Estuvimos en Neiva, avanzamos hacia San Agustín y el Parque Arqueológico, visitamos Tarqui, la tierra natal de mis hermanos, recorrimos Altamira, Garzón y Gigante, y en cada detalle, cada rostro, cada camino perdido en las montañas, recuperamos la memoria.

Credito
BENHUR SÁNCHEZ SUÁREZ

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