La licencia ambiental es un mecanismo en manos del Estado para medir, mitigar y compensar los impactos que tienen ciertos proyectos económicos sobre los ecosistemas y las comunidades que dependen de ellos.

Se basa en la idea de que esos efectos son indeseables y deben reducirse a su mínima expresión. También tiene fundamento en la protección constitucional del ambiente. Es, antes que un problema, una herramienta para buscar soluciones.

Pero el gobierno no las ve así. Muchos funcionarios de alto nivel las perciben como un dolor de cabeza. En los documentos Conpes se refieren a ellas como “dificultades”.

Creen que son un obstáculo al desarrollo. Desde hace varios años, fue puesto en marcha un proceso de debilitamiento de esta institución. Hay quienes las llaman con mucha razón “licencia exprés”, pues las quieren simplificar en forma extrema, con el fin de no dañar los negocios.

El clímax de esta simplificación se nota en el reciente decreto sobre licencias ambientales expedido por el presidente. Inicialmente fue pensado para reducir los términos de decisión y aunque el gobierno aparentemente reculó en este punto, existen muchos otros que inquietan a los ambientalistas.

Hay un asunto particularmente preocupante. El artículo 10 del nuevo decreto dice que se pedirá al Ministerio de Ambiente concepto cuando se quieran realizar ciertas actividades en páramos. Entre esas actividades están la minería y la extracción de hidrocarburos.

Este artículo abre una rendija para que nuestras fábricas de agua se conviertan en minas subterráneas o a cielo abierto. Así, se abriría la puerta para que proyectos mineros como el de Santurbán o La Colosa avancen sin problema.

Esto es inaceptable. El país no puede dar marcha atrás en la protección de los páramos. Más allá de los detalles técnicos, el asunto es que mientras las licencias ambientales sean vistas como un problema en lugar de una oportunidad, las licencias ambientales serán un saludo a la bandera.

*Ambientalista tolimense.