Patrimonio y vandalismo

Columnista Invitado

En todas las ciudades, grandes y pequeñas, existen monumentos levantados para rendir homenaje a personajes históricos que han sido determinantes en el desarrollo de los pueblos o para exaltar aspectos de la cultura regional, de sus mitos y leyendas.

En Bogotá se halla la estatua del Libertador y en Cartagena la de la India Catalina, así como la de El Boga en Ibagué, que llama la atención en la fuente que adorna la puerta principal del edificio del Banco de la República. Todas estas obras de arte embellecen el paisaje urbano, así como también nos enseñan y recuerdan que hacemos parte de una sociedad que tiene una historia común.

Pues bien, estos elementos de la ciudad que solo a veces vemos, porque los afanes y las preocupaciones hacen que deambulemos sin posibilidades de contemplación, se han convertido en el blanco de los vándalos. Es penoso salir por las calles y, en particular, acompañar a un turista que nos visita, con el fin de mostrarle la ciudad; y reconocer el estado lamentable de no pocos pedestales y estatuas, lo mismo que fachadas de edificios y casas, totalmente deteriorados gracias a gestos que expresan incultura y falta de civismo.

No es lo mismo el arte del grafiti, respetuoso del espacio público y fruto de un ingenio evidente, que el atropello a mano alzada con aerosoles o bombas llenas de pintura que dejan una vulgar y desastrosa huella por doquier. Cómo no recordar aquí la frase que repetían nuestros mayores: “la pared y la muralla son el papel del canalla”.

Los actos vandálicos tienen como propósito hacer daño, ya sea de manera superficial, como cuando se manchan los monumentos, con tintes que después son difíciles de eliminar, o de forma devastadora como ocurrió recientemente con tesoros del patrimonio mundial en territorios de la antigua civilización asiria. No se puede entender cómo a estas alturas de la historia de la Humanidad sucedan hechos como los que horrorizados pudimos contemplaren en vivo y en directo: hombres armados de taladros y macetas, destruyendo estatuas milenarias. ¡La estupidez humana!

Ante esta realidad, surge de nuevo la educación como el gran recurso para construir una sociedad distinta, una sociedad en la que la libertad de expresión y el desarrollo de la personalidad se conjuguen armoniosamente con el respeto, no sólo a los conciudadanos, sino también a sus bienes, tanto públicos como particulares. Por supuesto, esta es una labor que solo da frutos a largo plazo porque es asunto de cultura, no de saberes ni decisiones, un esfuerzo que requiere el concurso de las instituciones educativas, de todas las organizaciones y empresas, porque en estos espacios al final se crean ambientes que transmiten valores y conductas; y en particular, de la familia, donde se aprende a estimar a los mayores, apreciar sus historias y sus cuentos, que son raíces y crean arraigo y estirpe. En esta forma se originan sentimientos de respeto y orgullo por lo que consideramos nuestro de alguna manera, y nos empeñamos en su cuidado.

Por supuesto, debemos recordar la tarea de las autoridades, responsables de salvaguardar el patrimonio en general. Saber que se hace daño y que no pasa nada es un aliciente poderoso para que los vándalos continúen haciendo de las suyas, y lo que es no menos grave, para que otros sigan su ejemplo, muchas veces como plan de diversión o desafío para romper el tedio. Debe recordarse que no hace mucho tiempo, un joven que es estrellita de la música, salió a medianoche en Bogotá, obviamente encapuchado, para entretenerse pintando con aerosol un muro de nuestra capital. ¡Qué buen plan! ¡Qué divertido! Por supuesto, fue escoltado para garantizar su seguridad, y contó con el debido cubrimiento periodístico. ¡Lamentable!

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