Boris

Fuad Gonzalo Chacón

Era un ritual reservado para los domingos en la tarde. Cada par de meses, o antes si algún acontecimiento especial lo ameritaba, Nancy sentaba a Mike y a Tom en la mesa del comedor con un plástico improvisado de Walgreens y les ponía una taza verde en la cabeza, mientras con las tijeras repasaba meticulosamente los bordes plásticos de ésta hasta darle forma a un corte decente.

Las bondades milenarias del peluqueado de totuma, que hasta entonces yo consideraba un conocimiento ancestral reservado para los colombianos, convertían su cocina en una fábrica de Beatles.

Ese recuerdo me vino a la mente mientras Boris me apretaba con firmeza la bata negra al cuello, me mojaba el cabello y me preguntaba “Qué quierre que le haga?”. Le expliqué que era abogado y que tenía que empezar a verme como uno. “No se prreocupe my friendo, cuando terrmine con usted parrecerrá un magistrrado de la Suprrema Corrte”. Entonces descolgó sus tijeras y con una peinilla de madera intemporal empezó a hacer cálculos geométricos silenciosos alrededor de mi cabeza, como un científico soviético resolviendo la ecuación que hace falta para poner a un cosmonauta en órbita.

A los 16 años, y sin posibilidades de finalizar el colegio ni mucho menos entrar a la universidad, Boris aprendió a peluquear mujeres viendo a su tía en un local del centro de Tashkent. Fueron tardes interminables de pedagogía con las amigas de su mamá, mientras una tras otra, hacían fila para que el joven las peinara con rizos, les hiciera la permanente, les tinturara el pelo o las despuntara. Para su cumpleaños número 18, Boris era una estrella en ascenso en el mundo de las peluquerías. Le digo que su negocio habría sido muy exitoso en Chapinero. “Qué es Chapinerro?” “El barrio de Bogotá con más peluquerías por metro cuadrado sobre la Tierra”.

“Entonces vino la Guerrra Frría. Se acabó el comunismo, todo se derrrumbó, my friendo. Vi a mi padrre llorrando frrente al televisorr con el discurrso de Gorbachov. Erra horra de volverrnos amerricanos”. Me cuenta sobre la carta que le escribió su tío, un desertor que hacía años se había embarcado en una travesía rumbo a Nueva York, y que cambiaría su vida. Le decía que se viniera a vivir con él, que la vieja Unión Soviética se estaba cayendo a pedazos y que allí cortar pelo era un negocio de alta rentabilidad. Eso sí, le ponía solo una condición: Tenía que aprender a peluquear hombres.

Boris refuerza mi teoría de que no importa el país, siempre todo el mundo está pensando en lo mismo: Trabajar duro, salir adelante, hacer una familia y verlos triunfar. Su hijo quiere ser dentista, una carrera nada barata en Estados Unidos. “Ya le estoy enseñando a corrtarr pelo parra que empiece a ahorrarr”, dice mientras sonríe con su bigote de villano soviético de película y saluda en un ruso pastoso a uno de sus amigos que pasa por la puerta. “Y si queda dinerro irremos a conocer el tal Chapinerro”.

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