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Era la época del predominio de Núñez y Caro, padres de la Carta de 1886, el segundo de los cuales ejerció varias veces la jefatura del Estado en su calidad de vicepresidente quien para seguir gobernando en cuerpo ajeno se inventó la candidatura del anciano Sanclemente, creyendo que lo manejaría.
Por su avanzada edad y ajeno a triquiñuelas políticas, Sanclemente no podía vivir en Bogotá y desde entonces convirtió a Anapoima en el centro del poder a donde los secretarios iban para que firmara decretos. Un sector del conservatismo auspició el golpe usando al Ejército y poniendo como mascarón de proa a Marroquín, poco ducho en las artes de gobernar, que sí lo era un hijo suyo… ¡pero en los negocios! Por eso, la lengua viperina del gran panfletista Vargas Vila decía que aquel había escrito libros que casi no se vendían y engendrado un hijo que sí se vendía mucho y a quien empezaron a llamar ‘el hijo del Ejecutivo’. En vano los golpistas buscaron la renuncia de Sanclemente para justificar el raponazo.
Curiosamente, cuando la esperanza de vida del país era alrededor de 50 años lo gobernaban dos ancianos. Hoy, cuando esa estimación supera los 75, se considera a los de 60 ¡abuelitos fuera de circulación! Ironías de nuestra historia. Además, ese hecho probó que los militares dieron más de un golpe de Estado.
El de mi paisano, general de formación prusiana José María Melo contra Obando, fue con la ayuda de sectores progresistas de las sociedades democráticas, con el sastre Ambrosio López y, como luego se dijo, con el de apoyo de Obando, el Presidente titular. El de Rojas Pinilla, más que un clásico golpe de cuartel fue la vía para resolver las diferencias entre el laureanismo y el ospinismo dentro del conservatismo.
Por la participación del vicepresidente Marroquín en ese golpe, quedó en el imaginario político el cuidado que se debe tener con el ‘segundo a bordo’, como dice Óscar Alarcón, porque siempre se le considera conspirador. Por eso aún subsiste, luego de que la Constituyente del 91 restableció la Vicepresidencia suprimida por el dictador Reyes en 1905, la idea de que el ‘Vice’ no puede reemplazar al titular cuando viaje al exterior. En el trasfondo alienta la suspicacia de que, en un viaje del Presidente, el Vicepresidente aproveche para darle golpe de Estado.
Aún más absurdo que con la figura del ministro delegatario –reemplazo del Presidente en sus viajes– es exigir que debe pertenecer a su mismo partido. Hoy eso no tiene sentido: porque no hay partidos claramente delimitados y porque los presidentes a menudo llegan al poder inscritos por un partido, pero apoyados por una coalición.
Tras su apoyo en la segunda vuelta nadie dudaba de la lealtad de Vargas Lleras a Santos. Pero cuando siendo ministro del Interior y de Justicia fue encargado como ministro delegatario, el Consejo de Estado tumbó el decreto de encargo argumentando que él no pertenecía al partido del Presidente.
Para fungir como ministra delegataria, Nancy Patricia Gutiérrez, primera ministra del Interior de Duque, debió tramitar en un día el carnet que la habilitara como militante del Centro Democrático. Por eso, como los vicepresidentes a veces llegan de otros partidos por vía de coaliciones o como condición para el apoyo, desde 1994 se han presentado conocidas fricciones.
Si logramos superar el fantasma de 1900, la solución sería revivir la figura del Designado como expectativa y no como cargo, con la única función de reemplazar al Presidente en caso de faltas temporales o absolutas, sin sujeción a su militancia política. Y por la misma razón del delegatario, asumir sus funciones durante los viajes del titular, respetando solo el orden de precedencia contemplado en la ley, sin importar el partido a que pertenezca.
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