¿Sirve la moción de censura?

Alfonso Gómez Méndez

Muchas explicaciones han tratado de encontrarse para entender un estallido social al que hasta ahora no se le ve salida. Entre ellas, se señala, el exacerbado presidencialismo. 
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El papel predominante del presidente viene desde la Constitución del 86, que le otorgó la triple condición de jefe del Estado, jefe de Gobierno y suprema autoridad administrativa. Existe la equivocada creencia de que con la Constitución del 91 murió ese presidencialismo, pero las realidades normativas y políticas demuestran otra cosa. 

Hoy el primer mandatario interviene directa o indirectamente, total o parcialmente, en la integración de los máximos organismos de justicia y control. Entre estos, la Fiscalía, la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo, la Corte Constitucional y la Comisión de Disciplina Judicial. Y, como si eso fuera poco, puede suspender alcaldes y gobernadores elegidos popularmente cuando, como se avizora por estos días, estos se aparten de las instrucciones palaciegas en el manejo del orden público. Todos esos poderes se acentuaron mientras rigió la reelección presidencial inmediata entre el 2006 y el 2014. 

Las limitaciones al presidencialismo que se establecieron hace treinta años en la carta magna han sido contraproducentes o han resultado un absoluto fiasco. Para garantizar la independencia del Parlamento se prohibió que el presidente nombrara embajadores o ministros a los congresistas. Esto ha terminado en que, en vez de designarlos a ellos directamente -evadiendo de paso la responsabilidad política-, el presidente acabe nombrando allegados, amigos, cónyuges, compañeros permanentes, y lugartenientes políticos de los congresistas. ¿El resultado? Un parlamento menos independiente que el de antes.  

Los proyectos que salen son siempre los del gobierno. Los debates de control político ya no son como los de antes; las apresuradas intervenciones de diez minutos no facilitan el surgimiento de oradores parlamentarios.  

Pero tal vez el fiasco más significativo en esa dirección fue la introducción de la “moción de censura” para los ministros. Esa figura es más propia de un sistema parlamentario. Hasta ahora los presidentes no han tenido que despedir a ningún ministro por esa vía.  

La censura a un gobierno o a un ministro tiene que ver con la pérdida de confianza y no con la comisión de delitos o faltas disciplinarias. En la moción de censura se juzgan comportamientos políticos. Por la confusión entre responsabilidad política y penal, la figura nunca ha prosperado. Se caían más ministros por debates en el Parlamento cuando no existía la censura.  

Se afirma que en el único caso en que estuvo a punto de prosperar fue cuando el Partido Liberal quiso aplicársela a Néstor Humberto Martínez, entonces ministro de Gobierno de Andrés Pastrana. Era un contexto totalmente diferente al actual. A Martínez Neira no se le imputaban acciones delictuosas ni disciplinarias. Tampoco se ponían en duda sus habilidades políticas ampliamente reconocidas, hasta el punto de que algunos lo comparan con el genial y habilidoso Jose Fouche.

No le perdonaba ser el nuevo hombre de confianza de Pastrana, habiendo sido antes el de Samper. Es conocido que el exfiscal renunció horas antes de que se votara la moción. Algo parecido hizo Guillermo Botero, ministro de Defensa de Iván Duque.  

Por unos casos de corrupción en el Congreso investigados durante mi gestión como fiscal, que “tumbaron” al presidente de la Cámara, el jefe de Estado planteó un referendo anticorrupción que incluía la revocatoria del Congreso. Horacio Serpa, el aguerrido jefe liberal, reviró con un discurso en Palmira planteando la revocatoria del propio Pastrana y hasta ahí llegó el asunto. 

Las mociones no han funcionado porque al final el diablillo del presidencialismo salta y los congresistas no quieren pelear con el presidente de turno. Las minorías se desgastan planteando esas mociones, que, por el peso asfixiante del clientelismo, siempre están llamadas al fracaso. 

Sería más útil retomar la fórmula de la Constitución Liberal Radical de 1863, que sometía la designación de los ministros y embajadores a la aprobación del Senado.

ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ

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