Combatir la corrupción

Alfonso Gómez Méndez

Otra vez, como ha ocurrido en la reciente historia del país, el tema de la “lucha anticorrupción”, vuelve a ser eje central de campañas electorales. Hay que comenzar por admitir que es una bandera fácil de agitar frente a un electorado asqueado por las permanentes denuncias –casi desde siempre– sobre escandalosos abusos de funcionarios del Estado para enriquecerse. Simón Bolívar –hace apenas doscientos años– quería establecer la pena de muerte para quienes se apropiaran de los bienes públicos.
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El Código Penal ha contemplado penas severas para quienes cometan delitos como peculado, cohecho, concusión, interés ilícito en la celebración de contratos estatales o el enriquecimiento ilícito. En los últimos años hemos tenido por lo menos tres “estatutos anticorrupción”. Desde 1886, los autores de delitos dolosos contra la administración, no pueden ser elegidos en el Parlamento y menos en la Presidencia. La Constitución de 1991, estableció la pérdida de investidura –muerte política– para congresistas, por tráfico de influencias o violación del régimen de inhabilidades e incompatibilidades, entre otros eventos.

La misma Constitución dispuso la extinción de dominio no solamente en el caso de delitos como narcotráfico, enriquecimiento ilícito y peculado, sino de los bienes adquiridos en contravía de la “moral social”. Varias de las últimas “reformas políticas” han profundizado la normatividad en temas como la silla vacía, pliegos tipo y nuevas inhabilidades políticas. Las penas por delitos contra la administración –que pueden superar los cuarenta años– son las más altas en toda la América Latina y aun en relación con países de Europa.

Álvaro Uribe Vélez  fue arrolladoramente elegido en el año 2002, no solo por la tesis de mano dura contra la guerrilla, sino por la bandera de “lucha contra la corrupción y la politiquería”. Si hubiera tenido éxito en ese empeño, veinte años después, no podría seguirse planteando como anzuelo electoral el mismo eslogan. Un reconocido senador de la Costa aumentó su votación al parlamento, con el lema de “chuzo, chuzo a los corruptos”, y terminó penalmente condenado.

Hablar genéricamente de “corrupción” en nada ayuda en la comprensión del fenómeno y mucho menos a atacarlo. Debe precisarse que la corrupción se limita al aprovechamiento indebido del ejercicio de la función pública para el enriquecimiento propio o de un tercero, y por eso los delitos que la comprenden son los de peculado, cohecho, concusión y celebración indebida de contratos en todas sus modalidades. Casi siempre no es concebible la corrupción pública sin el concurso de la corrupción privada.

La mal llamada “consulta anticorrupción” explotó la misma repugnancia ciudadana, pero era en el fondo un engaño pues nada de lo que proponía era nuevo; iniciativas como la de limitar sueldos o periodos de congresistas nada tenían que ver con la corrupción administrativa. Sin embargo, produjo conocidos réditos políticos.

Cualquier empleado al posesionarse, debe jurar cumplir la Constitución y las leyes, lo que supone aplicar las normas ya existentes para combatir el delito. Los tres poderes públicos intervienen en la llamada lucha anticorrupción. El legislativo, expidiendo normas que como hemos dicho no se necesitan porque ya existen; el judicial, investigando, juzgando y sancionando a los autores de esos crímenes contra el erario público; y el ejecutivo –que no investiga ni juzga– tomando las providencias para hacer cumplir las decisiones de fiscales y jueces.

Por lo demás, el compromiso para proteger los bienes públicos es de todos los ciudadanos y claro que nadie sería elegido si dice que va a ser tolerante con los corruptos. En mi larga vida pública, como protagonista o como analista, no he conocido ningún candidato que se haya presentado planteando que se va a hacer el de la vista gorda con la corrupción. Por eso el tema no es nuevo. La mejor manera de combatir la corrupción es cumpliendo la Constitución y las leyes.

En este y otros temas ojalá hubiera ambiente, en esta campaña, –que es lo más parecido a una “borrachera electoral”– para pasarlos del ámbito puramente emocional al racional.

Alfonso Gómez Méndez

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