¿Debiera continuar Bogotá siendo la capital de Colombia?

Manuel José Álvarez Didyme

Si desde las dominicales disquisiciones de nuestro paisano, el “Cofrade” Alfonso Palacio Rudas y debido a las potísimas razones económicas que aquel señalaba, llevamos años hablando sobre la necesidad de una pronta modificación del valor de la unidad monetaria que de antaño nos sirve como medio de cambio, suprimiéndole tres ceros a la derecha para evitar su efecto inercial sobre la inflación, ¿por qué no pensar, en otro cambio de mayor utilidad e impacto económico?, como el de la sustitución de la mediterránea capital de la República, sede principal de las Ramas del Poder Público y asiento de la mayor parte de la industria nacional, por otra ciudad que ofrezca mejores condiciones, tanto al desarrollo empresarial exportador, como al desenvolvimiento político, debido a su mayor cercanía cultural y espiritual con lo que solemos llamar “el país nacional”.

Porque Bogotá, con su irracional ubicación en pleno centro geográfico de Colombia, distante de los principales puertos y sin vías de comunicación adecuadas y expeditas con estos, con las gravísimas falencias de movilidad interna que presenta, la baja calidad de sus servicios públicos y su criticada administración, está condenada a entorpecer de manera superlativa la actividad exportadora nacional al agregarle, al de por sí complicado comercio con otros países, mayores costos de producción, transporte y operación, que terminan por restarle competitividad a nuestros productos industriales en el mercado externo, al punto de llevar a que hoy, más del 70% de nuestras exportaciones las conformen solo el petróleo crudo, el oro y los minerales no procesados y unos pocos frutos del agro, incluido el café, o sea: “¡muy poco valor agregado”.

¡Y todo por encontrarse la industria radicada en Bogotá!

Sin contar con el efecto perverso de su excesiva concentración poblacional y su desbordada urbanización, al haberse convertido en el centro de captación de los principales flujos migratorios que la invaden sin pausa y que se siguen sucediendo en razón de la amplias opciones de trabajo que ofrece, en contraste con la falta de oportunidades del resto del país, sin contar, además, que es el suelo de mejores condiciones agrológicas que tiene Colombia y que por lo tanto debería tener un destino diferente, compatible con su calidad y capacidad de producción agrícola.

Bastaría mirar como otros países han cambiado su capital por conveniencias de variada índole, tal como lo hizo Brasil, que sustituyó en 1960 a Río de Janeiro, la “cidade maravilhosa”, por Brasília a orillas de la amazonía para romper con la concentración excesiva de todo orden que venía presentándose en su zona suroeste, amenazando el equilibrio regional, para acentuar a orillas del mar, -como es lógico-, en Sao Paulo, su principal centro de producción.

Nuestra misma Colombia, en diversos momentos de su historia y por diversas razones, -todas de índole política-, ensayó otras ciudades como capitales de la República, entre ellas varias del Tolima como San Sebastián de Mariquita que fungió como la primera de tales, a consecuencia de la colonización llevada a cabo por los españoles. O Purificación que fue designada capital de la Nueva Granada a la vez que Capital del Estado Soberano del Tolima, por un Decreto de 1831 bajo la presidencia de Domingo Caicedo y Santamaría, e incluso la musical Ibagué, cuando el Congreso de las provincias unidas de la Nueva Granada en 1854 se reunió aquí para juzgar al presidente José María Obando.

Pese a lo cual, nos mantenemos hasta ahora, sin adelantar un debate con la intensidad, profundidad y seriedad debidas, sobre la conveniencia de continuar con Bogotá como inamovible capital de la República, o variar tal circunstancia con miras a superar su impacto en nuestra precario desempeño en el comercio orbital, la “macrocefalia” poblacional que nos afecta y la urgencia de lograr la ambicionada desconcentración y el verdadero equilibrio regional que predicó en su momento la Carta de 1991 y demanda todas a una la Nación en los tiempos que discurren.

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