“El presagio del tren amarillo”

Manuel José Álvarez Didyme

A propósito de las muchas evocaciones que de García Márquez solemos hacer “de tanto en tanto” los colombianos, vino a mi memoria en el pasado “puente de la asunción de la Virgen”, -tan propicio para la serena reflexión-, la referencia que hace unos años hice a través de la hebdomadaria columna que entonces tenía y que aún conservo en este diario, de la entrevista que Arturo Camacho Ramírez le hizo al “nóbel” en uno de los espacios que el poeta ibaguereño miembro del grupo “Piedra y cielo” tenía en la emisora capitalina H.J.C.K., en la cual aquel contaba con minucioso detalle que su hobby lo constituía “la superstición”, pero no aquella que en su sentido corriente se expresa en no pasar bajo una escalera, o en no salir los martes trece, o en evitar los gatos negros, sino la que lo llevaba a “seguirle la corriente a los presagios”.

Y fue así como en pleno ejercicio del surrealista hobby de sus momentos de ocio, Gabo le siguió la corriente al más hermoso de todos ellos, al “presagio del tren amarillo”, algo así -según explicaba entonces- como el del tren de juguete que todos los niños en algún momento llevamos dentro, construido mentalmente con todas las cosas inútiles que solemos almacenar, para que, tarde que temprano, sea el que nos conduzca hacia aquella tierra que nadie nos ha prometido jamás:

“…al país de la buena suerte”.

Y nos enseñaba que su construcción, -que es puramente mental-, no tenía sino una única condición que debía ser seguida con total y estricto rigor, con una consagración similar a la de Aureliano en su taller de orfebre:

“…que se empiece con un tarro de pintura amarilla encontrado después de mucho reburujar entre frascos y cubetas, en un cuarto de San Alejo...”

Lo cual entrañaría una primera contradicción, pues al ser necesario el tarro para dar inicio a la construcción del tren, aquel pasaría del terreno de lo inútil al de lo útil, perdiendo su valor de inutilidad tornándose inservible para hacer parte del ferrocarril que nos va a conducir hasta el país de la buena fortuna.

Lo mismo que ocurriría con las ruedas y la campana, pues según él mismo escritor lo señalaba, “…no hay rueda que no sirva para algo y para el tren amarillo solo servirían ruedas que no sirvieran para nada”, al igual que no podría tener campana “...porque cualquier campana, por muy deteriorada que esté, para algo ha de servir”, así sea solamente para convocar a los recreos matutinos de los párvulos en escuelas y colegios.

Inefable paseo por un espacio de magia y poesía, que nos compele a utilizar la imaginación en procura de la inutilidad, para encontrar la utilidad de todo cuanto nos rodea, aún la de aquellas cosas que hemos desechado por su supuesta desuetud o vetustez.

En un permanente ejercicio de recreación que pone en evidencia para contradecir la actual “cultura del desperdicio” y el injusto desafecto por aquellas cosas que alguna vez colmaron nuestras necesidades”, secundando bellamente en ello al “tuerto” López, quién igual cosa señalaba en su inolvidable evocación de sus” zapatos viejos”.

Y que habrá de conducirnos al lejano país de la buena suerte, que no puede ser otro que aquel que en su “Libro del desasosiego” (en portugués, Livro do Desassossego) reseñó el poeta galo, Fernando Pessoa bajo el seudónimo de Bernardo Soares, y “…que en los deseos existe, en donde ser feliz consiste solamente en ser feliz”.

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