Valoraciones de una efemérides

Manuel José Álvarez Didyme

A propósito de la proximidad de la efemérides del mal llamado descubrimiento de América, que alguien con afortunado acierto rebautizó como “el amalgamiento de dos culturas” o “el encuentro de dos mundos”, y casi coincidente con la fecha de la fundación de nuestra capital el 14 de octubre, -esta en 1550 y aquella en 1492-, hace que la estatua del fundador, Andrés López de Galarza que orna la entrada de la ciudad, se transforme en centro de debate y confrontación de los detractores del rol que jugaron los representantes del imperio español en estas tierras, con quienes celebran con júbilo el arribo de la cultura peninsular a nuestros lares.

Los primeros viendo en cada íbero, un genocida invasor, digno del más severo rechazo que no merece conmemoración ninguna, como lo han manifestado a través de los estropicios que en varias ocasiones le han causado al monumento, y en las frases insultantes que allí escriben; en tanto que los segundos, hiperbólicamente sobrevaloran la carga de elementos culturales que, en su sentir, nos dejó la llegada de la que con reverencia llaman “la madre patria” y la de los conquistadores, en los que ven a legendarios héroes, dignos de admiración y conmemoración.

Expresiones –una y otra- típicas de nuestro radicalismo tropical, que nos impide evaluar con objetividad el pasado histórico con desapasionada inteligencia, a fin de darle a cada quien lo suyo, como lo aconseja el popular refrán cuando, al efecto recomienda: “ni tanto que queme el santo ni tan poco que no lo alumbre”.

Porque mal puede llamarse genocidas, a quienes viajan, -si bien en cumplimiento de una tarea por cuenta y orden de sus regentes- desafiando la mar ignota en unas estrechas y mal provistas carabelas, se aventuran en suelo desconocido e inhóspito repleto de hostiles indígenas, y corriendo toda suerte de riesgos, descuajan montañas, improvisan trochas y a la mejor manera de esos otros intrépidos que desentrañaron la tierra y eludieron los escollos en ‘Cien Años de Soledad’, fundan un poblado que hoy le da asiento a nuestras ilusiones y que nos permite ser referenciados en la geografía universal: Ibagué.

Todo ello, claro que, asistidos de elementos culturales tan valiosos como la energía eólica y la pólvora que les facilitaron a aquellos, tanto el desplazamiento por el océano movidos por sus velámenes, como la conquista de unos naturales primitivos e ingenuos que ante los truenos de la pólvora de sus arcabuces, los identificaron con sus divinidades.

Lo cual no justifica, -ni más faltaba-, la depredación cultural que efectuaron con la que liquidaron siglos de sana convivencia de los nativos con la naturaleza, en un ambiente alejado de ambiciones y codicia, y mucho menos las masacres cometidas gracias a la posición de dominio que les brindaban las armas de fuego, ni la esclavitud a la que los sometieron por la fuerza, ni las muchas enfermedades con las que los contagiaron, al igual que los trabajos forzados con los que los diezmaron, sometiéndolos en las plantaciones y minas de la región.

Todo lo cual es compensado, según la historia, con los aportes de “civilización” como el idioma, la escritura, las matemáticas, la medicina, la religión y el derecho entre muchos otros.

Un balance y una reflexión que debemos hacer hoy como expresión de sana inteligencia y sobretodo, de respeto por nuestro devenir histórico.

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