Miseria y dolor

Agustín Angarita Lezama

Estaba muy nerviosa. Parecía que fuera su primer día. Mejor, su primera noche. De eso ya han pasado unos años. Atrás, en la memoria, había quedado la salida atropellada de su pueblo, dejando a su pequeño hijo al cuidado de los abuelos sin explicaciones ni cómo rastrearla, y las múltiples inyecciones que le aplicaron para secar la leche que aún brotaba generosa de sus senos, en el trabajo que consiguió después de golpear muchas puertas por varios días. Allí le modificaron la edad en sus papeles para ocultar que era menor de edad, le pusieron abundante maquillaje con ropa ajustada y brillante. Alguien en el trabajo fue encargado de enseñarle las artes del amor, lo que no hizo a cabalidad aquel agente de Policía que la enamoró y la embarazó antes de partir trasladado a otro lugar desconocido y distante.

No entendía por qué, pero las manos le sudaban profusamente y el corazón parecía no saber cómo acomodarse a su pecho. Podría ser un efecto raro del guayabo. A lo mejor de la cripy consumida anoche.

Los hombres entraban y se acomodaban en las mesas. Ella, en la penumbra, los observaba desde lejos. El tiempo la había acostumbrado a este trabajo. Ya no tenía que disimular el asco ni las arcadas. Las lágrimas acudían ahora menos cuando atendía malolientes clientes que pagaban bien, pero que no gastaban en aseo. Aprendió a drogarse para sobrevivir la dura tarea diaria de escuchar lamentos, inventar historias, besar sin gusto, acariciar sin deseo, gemir sin ganas, moverse de manera experta y hacerlos sentir como bravos toros de faena. Los clientes siempre tienen la razón y sus quejas podrían hacer que le impusieran multas o castigos.

Ya no piensa mucho en su desventura, el dinero que gana le permite ciertos lujos y enviarles algo a sus padres para la crianza del hijo que casi no ve y que yava a la escuela.

Un tipo la vislumbra e invita a su mesa. Pone su mejor sonrisa y camina hacia él con un sensual bamboleo de caderas. Está con unos amigos y la mesa tiene una botella a medio llenar y varias copas escanciadas. La hace sentar a su lado mientras su manaza le aprieta las nalgas. Disimula no haber sentido. Pide un coctel, que por hacerlo gastar, vendrá acompañado de una ficha que ella cambiará por dinero. Brindará para que desocupen las copas y de inmediato volverá a llenarlas. Otra botella pedida le producirá nuevas entradas.

Espera que su aliento no apeste ni la trate con violencia. El último cliente la insultó y la maltrató por todos sus rincones. Aún siente dolores. Sería una delicia que fuera precoz y se durmiera pronto. Hay que darle más trago. Aspirar una línea porque la noche es joven y pronto llegarán otros clientes. Pedir más cocteles. Que la rabia no derrita la sonrisa. Unos bailan. Ya no sudan sus manos, calma el tamborileo cardiaco. El volumen de la música la abraza y tambaleante su acompañante se empieza a desvestir mientras ella guarda el dinero del pago y cierra la puerta de la habitación…

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