Entre sofisma y disparate

Augusto Trujillo

El tema se volvió recurrente y, en esa medida, peligroso para la democracia. Resulta difícil creer que asociaciones de municipios y de departamentos promuevan iniciativas, como la de unificar periodos y fechas para elegir gobernantes territoriales, el mismo día del presidente de la República y de los miembros del Congreso. Tampoco se entiende cómo dirigentes que dicen estar comprometidos con la Constitución del 91, proponen o estimulan contrarreformas de este tipo, que no solo quebrantan el principio de la autonomía territorial, sino que lo sustituyen por el principio contrario.
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La autonomía territorial es uno de los ejes de la Carta Política. Constitucionalizado en 1991, recoge una línea histórica que tiene, al mismo tiempo, estirpes ibéricas e indianas. El país la ha perseguido con denuedo desde siempre. En las movilizaciones de 1810 los ciudadanos pidieron a sus Juntas de Gobierno adoptar constituciones provinciales. Lo lograron, entonces, por un tiempo. Lo volvieron a lograr en 1853, pero antes de un año, el cuartelazo de José María Melo les dio el golpe de gracia. Y en 1886 el régimen de la Regeneración sepultó aquella autonomía por más de cien años.

El Constituyente del 91 decidió recuperarla. Simplemente era un clamor general. La provincia colombiana, desde los cuatro puntos cardinales, reclamaba al poder nacional, concentrado en Bogotá, por los excesos de lo que se llamó “centralismo asfixiante”. El país de regiones era evidente en la geografía y en la historia, pero carecía de todo reconocimiento político y jurídico. Varias veces se ahogaron, en el Congreso, proyectos de reformas descentralistas. La pequeña constituyente de 1977, convocada para modificar la administración de justicia y el régimen territorial, colapsó por cuenta de una curiosa sentencia de la Corte Suprema de Justicia. Por desgracia, el artículo 311 de la Constitución que consagra al municipio como la entidad fundamental del Estado, se está quedando escrito. Sus desarrollos legales y jurisprudenciales son mínimos, cuando no desfavorables. Ahora, que el principio autonómico forma parte vital del texto superior, resultan defensores de un país que el Constituyente del 91 dejó atrás por anacrónico. Alegan razones presupuestales y supuestas dificultades de articulación entre los planes de desarrollo de la nación y los de los entes territoriales, para justificar, así, sus pretensiones recentralizadoras.

Es, por supuesto, un doble sofisma: El costo de una elección no se contabiliza en sumas de dinero sino en ejercicio democrático. El valor del voto como derecho fundamental, no tiene que ver con el presupuesto sino con principios como el de la libertad política y el control ciudadano. Y la articulación entre planes de desarrollo, más que un sofisma, es un disparate. La unificación de calendarios hace muy difícil esa articulación porque los planes se elaborarían todos al mismo tiempo, independientemente unos de otros.

Además, no existe razón válida que justifique la necesidad de articular dichos planes. El principio autonómico se incluyó en la Constitución, precisamente, para garantizar la autonomía y evitar que los planes territoriales resulten controlados por la nación. Al unificar elecciones, el interés local/regional queda subsumido en el interés nacional y eso siega los principios consagrados en la Carta Política. Es, simplemente, una necedad, pero significa sustituir la Constitución y regresar al régimen de 1886.

AUGUSTO TRUJILLO MUÑOZ

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