La vida de los otros

¿Quién tiene el derecho de disponer de su propia vida? Esta es la pregunta fundamental que debe ser respondida para zanjar el intenso debate suscitado por el proyecto de ley que reglamenta la eutanasia activa y pasiva y el suicidio asistido, que avanza en su trámite en el Congreso.

El proyecto busca reglamentar la forma como se puede ayudar a morir a una persona que no desea seguir viviendo y ha pedido que le ayuden a tener una muerte digna, porque tiene una enfermedad terminal o está padeciendo dolores insoportables, o está totalmente minusválido y dependiente sin posibilidades de recuperación.

No se trata de que un médico o familiares decidan quitarle la vida a una persona, sino de respetar la decisión autónoma y libre de esa persona que no quiere seguir viviendo y así lo pide, o lo pidió antes de entrar en coma.


Para algunos creyentes, ninguna persona tiene derecho a disponer de su vida pues la Iglesia les enseña que solo Dios puede hacerlo, y es un pecado ir contra su voluntad. Muy respetables sus principios y nadie puede obligarlos a que apliquen la eutanasia o la pidan para ellos mismos. Pero el mismo respeto se debe a quienes tienen otras creencias -incluidos los católicos que tienen otra visión de su fe- y no convertir en delincuente a quien busque una muerte digna, o al médico que le colabora.

El Estado no confesional debe permitir la eutanasia a quien la pida, así como no obligarla a quien no la acepte, pues su esencia es ser tolerante con todas las creencias y no imponer ninguna fe. Unos cuantos creyentes, así sean mayoría, no pueden decidir sobre la vida de los otros.

Lo absurdo y contradictorio es que hay muchos casos en que esos creyentes que no quieren permitir que una persona disponga de su propia vida, si están convencidos de que por voluntad de Dios ellos si pueden disponer de la vida de otros. En Estados Unidos es frecuente el caso de que los más radicales opositores al derecho de las mujeres a abortar sean, al mismo tiempo, los defensores a ultranza de la pena de muerte.


En nuestra América Latina, unos obispos uruguayos han anunciado que van a excomulgar a los parlamentarios que aprobaron la ley de despenalización del aborto. Curiosa defensa de la vida de una Iglesia que no solo callaba cuando dictadores asesinos como Bordaberry en Uruguay, Videla en Argentina o Pinochet en Chile, torturaban y mataban a miles de personas, sino que los bendecían y acompañaban en sus ceremonias de acción de gracias, porque acabar con el comunismo era mandato de su Dios, como lo acaba de declarar el mismo Videla.


En nombre de esa misma visión de la religión que quiere controlar el Estado, el siglo pasado algunos obispos colombianos predicaban en los púlpitos que si los otros eran liberales su vida no importaba y matarlos no era pecado. Y siglos antes, las vidas que para la Iglesia no había que respetar eran las de las supuestas brujas, los judíos o los infieles, a quienes los inquisidores podían torturar y quemar con el permiso y el apoyo del poder terrenal del Estado y la bendición y las indulgencias de los Papas.

Por fortuna dentro de la misma Iglesia hay otras posiciones como la del jesuita Alfonso Llano, quien como creyente rechaza la eutanasia, pero afirma que el Estado no le puede imponer al no creyente sus principios. Ese es el verdadero respeto a la vida de los otros.

Credito
Mauricio Cabrera Galvis

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