Notas de campo 4

Federico Cárdenas Jiménez

Mi sentido común acerca de los sectores marginales está nutrido de imágenes de pobreza, falta de oportunidades, sobrevivencia extrema y delincuencia asociada a las drogas; recuerdo que en mi vecindario se separaban siempre los periódicos, la ropa que no se utilizaba, mercado y comida preparada para entregarla a personas que pasaban por el barrio pidiendo este tipo de cosas y que decían que eran de esas zonas.

Hoy día, al encontrarme caminando por estos sectores, veo cosas que aunque se ajustan a mis imágenes preconcebidas, no coinciden con lo que significan para mi sentido común: en efecto, muchas personas de este lado de la ciudad viven casi en chozas, ranchos hechos a punta de esterilla y lata, de esos que al verlos tocan fibras especiales en uno y se siente pesar y se experimenta una sensación de pobreza y se quiere ayudar pero no se sabe cómo. Dentro de estos ranchos piensa uno que viven personas hacinadas, malolientes, enfermas, que aguantan hambre, y aunque así ocurre en algunos de ellos, puedo decir que en la mayoría vive personas que no coinciden con lo esperado: es una ironía el que en estas casas tengan electrodomésticos y aparatos tecnológicos que muchos los quisieran, ropa, tenis de marca costosos, etc.; a madres y padres de familia, adolescentes y muchachos en edad ya de trabajar, se les ve fuera de su casa, en el andén, jugando parqués, consumiendo drogas, sentados en la calle a media mañana, a media tarde, en la noche, aparentemente sin hacer nada y que al hablar con ellos de algún tema sale a flote inmediatamente la queja del desempleo, de la falta de oportunidades, de no tener ni para la comida, “¡profe, me va a dar la liga!”

He visto la permisividad de algunos padres de familia y he preguntado a quienes tienen ya un poco de confianza conmigo, la razón por la que permiten que los muchachos prácticamente “hagan lo que se les dé la gana”, a lo que me han respondido: “¡Me cansé de hacer cosas por ese muchacho, ese no tiene remedio!; ¡donde le diga algo es capaz hasta de matarme!; ¿y qué puedo hacer si no le dan trabajo?”, entre otras.

Hay que decir que la ley del más fuerte no sólo se aplica en la calle, sino en la propia casa y que coger ‘de quieto’ (atracar en la calle), manejar ‘el explosivo’ para los carros (con el que se rompe los vidrios), arrebatar ‘los cueros’ (los bolsos de las damas), manejar todo tipo de armas, irse de ‘cambiazo’ (a puñaladas) con el que toque y aprender a escabullirse en segundos, son las competencias que se enseñan y se desarrollan por aquí: “¿y vos qué sabés hacer? -pregunto- sé robar, sé manejar un tres ocho (arma), sé cosquillear, le hago el doble salto (una figura de distracción cuando se está peleando a cuchillo)… ¡lo que sea, no es sino que diga! -me responden con risa- profe, ¡me va a enseñar a leer y a escribir!”.

Qué ironía también que en esta comuna existan más de cien instituciones que desde hace tiempo vienen efectuando procesos asistenciales y de desarrollo y que, aún así, en vez de disminuir, los índices de consumo de sustancias psicoactivas, prostitución, delincuencia y analfabetismo tengan más arraigo y vayan en aumento; como irónico es también el pensar que campañas de “no a las drogas” tengan algún efecto contundente.

Visité hace poco uno de los colegios del sector y me sorprendió la manera como se dirigen los estudiantes a sus profesores y más la manera como a los profesores parece que les toca aguantarse el maltrato de estos jóvenes, casi niños-: “En estos días chuzaron a un profe aquí en la esquina porque dizque había regañado a unos muchachos en clase”, me contó en secreto una de las docentes. Comentó también que muchos padres de familia piensan que venir al colegio es una pérdida de tiempo y que eso mismo les dicen a sus hijos.

Todas estas situaciones me llevan a pensar en cuál es el punto de inicio de esta problemática social y a reflexionar acerca de cuál es el camino que supuestamente debo seguir.

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