Una lucha entre Dios y el Diablo

Federico Cárdenas Jiménez

Es frecuente toparme con testimonios de personas que no recuerdan nada de lo que hicieron mientras estaban drogados o ebrios con licor. Conozco el caso de alguien que llegó tan borracho a su casa que no supo a qué horas se le vomitó en la cara a su esposa mientras ésta dormía en la cama matrimonial. Esta bobadita casi le cuesta el matrimonio y el episodio fue un determinante para que el personaje dejara de beber. Hoy día no me acepta la invitación ni siquiera a tomar una ginger ale.

Recientemente entrevisté a una mujer de 29 años, madre de dos hijos, que me relató la manera en que una vez, luego de drogarse durante toda la noche con su novio, apareció deambulando por las calles, sola, casi sin ropa y ultrajada por quién sabe quién o quiénes que se aprovecharon de su estado. Me contó además que su novio no sólo le patrocinaba la traba con lo que quisiera -ya que él era jíbaro- sino que la inducía a tener sexo con sus amigos y amigas; todo esto ella lo hacía como si no tuviera voluntad o como si su voluntad estuviera a merced de la droga.

Ni qué decir de sinvergüenzas que conducen ebrios (as), matan personas y luego piden perdón a la sociedad sin tener consciencia siquiera lo que hicieron. ¡No entiendo a qué estamos jugando los seres humanos!

En California (Estados Unidos), fue sentenciado a cadena perpetua el experto en artes marciales Jarrod Wyatt, por haberle arrancado el corazón y la lengua a su amigo mientras ambos estaban bajo los efectos de sustancias psicoactivas.

Al llegar la Policía al lugar donde ocurrieron los hechos, los vecinos estaban a la expectativa de lo que había ocurrido y merodeaban la casa. Wyatt estaba sentado en el piso, con su espalda apoyada sobre el lateral de un sofá, sus pies tendidos, desnudo y cubierto de sangre la mayor parte de su cuerpo. Wyatt, en medio de un trance, con su mirada fija puesta en algún punto del lugar y su boca cubierta de partes de piel ensangrentada, repetía con una voz entumecida ¡lo maté! ¡lo maté! En una de sus manos estaba empuñada parte de la lengua de su amigo Taylor Powell quien yacía algunos metros detrás de él, tirado en el sofá, con el pecho abierto y el corazón, la lengua y parte de la piel de su rostro removidos. El corazón estaba quemado a las brasas y fue encontrado por los policías en un estufa de leña en la parte trasera de la casa.

Los vecinos dijeron que ambos eran los mejores amigos, amigos de toda la vida, y que desde afuera de la casa se escuchaban ruidos muy extraños, como de una pelea, con voces aturdidoras y estrepitosas, y se sentía que se tiraban cosas el uno al otro y que uno decía ser Dios y el otro el Diablo. La intriga de los vecinos aumentó cuando algunos vieron cómo una silla fue tirada desde adentro contra uno de los vidrios de la fachada de la casa, quebrándolo en pedazos. Se escucharon gritos de sufrimiento y de victoria.

La autopsia determinó que los órganos fueron extraídos mientras Powell, el amigo de Wyatt, aún estaba vivo. Así mismo, que ambos habían consumido varias drogas antes del evento, entre ellas marihuana, LSD y hongos alucinógenos.

¡No entiendo a qué estamos jugando los seres humanos!

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