El asunto de fondo es el ejercicio de la libertad

Federico Cárdenas Jiménez

El tema de las drogas nunca va a parar de tener novedades. Hoy por ejemplo se habla de la legalización de la marihuana cuando hace poco se estaban discutiendo los Centros de Consumo Controlado en Bogotá, las sales de baño y el fenómeno del canibalismo en los Estados Unidos, la legalización del porte y consumo de la dosis mínima, la iniciativa de Uruguay, por mencionar los de mayor impacto mediático.

Siempre aparecerá un caso nuevo, un aspecto inmediato o de urgente discusión, que acarreará variadas reflexiones y posturas de opinión cuyo final será arremolinarse en el mismo centro, mientras se sigue obviando y olvidando el tema de fondo en este asunto cual es el de la libertad.

No digo que no valga la pena hablar de todo cuanto se relacione con el fenómeno de las drogas, pero siento que en la opinión pública se da por sentado el conocimiento y dominio de la discusión central y entonces como ya, comenzamos a hablar de cuestiones circundantes –muchas “accesorias”- y de circunstancias políticas y sociales conexas.

Quiero por tanto aventurarme a desarrollar este tema de forma continua a través de esta columna, con la intención de sentirme un poco más útil respecto de mis aportes a la discusión sobre las sustancias psicoactivas desde una mirada cultural y no terapéutica. Asuman, pues, esta entrega como una primera de varias que se sucederán.

Recuerdo para empezar, que a pesar de la vasta caracterización que se ha hecho sobre el ser humano, una en especial atrajo mi atención pues lo define a cabalidad: el Filósofo y Sociólogo Arnold Gehlen habló del ser humano como un ser práxico, es decir, como un ser que actúa, y a ésta como una de las distinciones más contundentes frente al resto de los seres vivos animales, a quienes en cambio, al decir de Aristóteles en su Ética a Nicómaco, les es imposible actuar.

El hombre –como especie, no como género- comienza a ser hombre en la medida en que actúa. Los animales en cambio responden automáticamente a una programación biológica que se hace refleja en sus instintos y que los pone en movimiento para satisfacerlos; por eso Aristóteles dice que no actúan, porque actuar en este contexto implica más que saciar un instinto, conlleva lo previsible y lo imprevisto, depende de las circunstancias que se le presenten pero a su vez crea circunstancias nuevas; actuar es considerar variables de tiempo y de espacio, concebir posibilidades y elegir una de tantas que terminará marcando la dirección a seguir.

Aún se discuten las razones por las cuales desapareció de la tierra el Homo Neanderthalensis, anterior al Homo Sapiens. Se sabe que era fino su parecido al Sapiens y que alcanzó a convivir con él pero justo esta característica de “ser práxico” al parecer fue definitiva en su extinción. Al Neanderthal le faltó lo que al Homo Sapiens le sobraba: actuar previendo un devenir.

Los humanos, como seres, biológicamente estamos programados de la misma manera como el resto, pero como humanos somos indefinidos y como proyecto, inacabados. Esto significa que gracias a nuestro cerebro que es el centro del actuar, podemos acumular información de la experiencia, codificarla y transmitirla a través del lenguaje, en otras palabras, reflexionamos, por consiguiente estamos inmersos en un aprendizaje permanente en el cual la educación es inherente.

A esto apunta Gehlen cuando dice “El hombre no vive sino que dirige su vida”, pues al considerar esta dinámica de aprendizaje permanente se entiende que el ser humano hace su camino al andar.

Contrario a los animales quienes viven sin proponérselo, nosotros nos planteamos estilos y planes de vida que conducen a resolver de forma permanente el enigma como humanos, como esbozo indefinido que somos: ser humano –retomo de Savater- consiste en buscar la fórmula de la vida humana una y otra vez, y el trasegar en este sentido es el actuar.

Los animales, aunque tienen cerebro no reflexionan, no piensan, no deciden. Su nivel de especialización les permite dominar una de tantas actividades como lo sería el agarrar, trepar, correr, morder, etc. Los seres humanos en cambio somos versátiles pues tenemos una enorme capacidad de adaptación, cuestión que nos pone en un plano de indefinición: ¿para qué servimos? Si nos comparamos con una vaca, podemos cumplir muchas más funciones que las que cumple el animal; de hacerlo con un chimpancé, cuanto más se haya demostrado nuestro parentesco genético con él (estamos hablando de un 95%) más obvio resulta que haya una diferencia simbólica no encontrada en el ADN y que por tanto marque nuestra diferencia como especie.

Es nuestro cerebro el centro de la acción: conocemos, deliberamos, reflexionamos y decidimos gracias a él. Por ello se caracteriza el actuar del ser humano y en el intercambio social, las asignaciones simbólicas que le da.

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