Notas de campo 1

Federico Cárdenas Jiménez

Como habíamos acordado, nos encontramos a las 2 de la tarde para hacer un recorrido por el sector de las Galerías en aras de tener un contacto con los habitantes de la calle y las personas en estado de vulnerabilidad.

Recorrimos tres barrios enteros, zonas realmente marginales: construcciones de esterilla, con mínimos servicios, ubicadas en ladera, con difíciles accesos a través de vericuetos que parecían trochas o caminos de herradura, en medio de barrancos y precipicios que van a dar a una quebrada caudalosa.

Encontramos basura por doquier, olores fétidos, niños que andaban deambulando sin sus papás, descalzos y a medio vestir; sentí temor en algunos sectores porque grupos de jóvenes que bien podían tener entre 15 y 22 años, con aspecto temeroso, todos trabados, con los ojos rojos, de mirada perdida y un hablar pausado y extraño, salían de la nada en grupos de 3 y 4 a mirar quiénes se estaban acercando pero que cuando veían a mi compañero de ruta lo saludaban con alegría y le pedían su bendición.

Entramos a una casa, bien abajo, en la que había sólo mujeres en ese momento. Noté que en la entrada había un contador de luz nuevo y funcionando, ¡qué ironía! Al entrar, un denso olor a húmedo me embistió, la casa entre sombras, desarreglada, gris; quienes estaban allí, veían televisión. Una de las adolescentes nos llevó a través de un hueco en el piso hacia el subsuelo: ¡qué imagen y qué olor tan impactante! El agua de la montaña chorreaba por una pared dejando un rastro de lama. A la impresión de que la casa podía venirse abajo en cualquier momento, se le sumó el gruñido de un animal endemoniado que estaba detrás de una puerta. Alrededor, en el piso, había montones de ropa tirada –más de la que hay en mi closet- y una buena cantidad de juguetes apilados en repisas. En ese cuarto había otro televisor mediano que estaba encendido sin ningún televidente frente a él.

La verdad no supe cómo entender esas condiciones de vida sobre todo después de darme cuenta que ahí mismo dormía una de las adolescentes (13 años) con su bebé (de dos meses) –que sufría de asma a causa de esa humedad- y con su esposo (de 15 años), que en ese momento no estaba pero que al rato llegó estrujando a las presentes y dejando a su paso un encantador olor a solución: la esposa del muchacho no hace nada porque la dependencia a la solución no se lo permite. Él, en iguales condiciones, ya tiene dos muertos encima.

Al regreso nos topamos con grupos de muchachos pegados a sus bolsas de solución, que se acercaban al padre, como moribundos, a pedir su bendición; nunca me determinaron. Debido a lo difícil que les era articular palabra y ser coherentes y claros en lo que decían, me preguntaba ¿cuál podría ser la manera de llegar a estos muchachos para trabajar con ellos? La experiencia fue verdaderamente impactante porque una cosa es escuchar, otra ver fotografías o videos, y otra estar ahí, en el momento, en el lugar, sintiendo el olor, el miedo, la incertidumbre, querer ayudar sin poder hacerlo, querer hablar, pero con temor a comprometer la seguridad personal. Cuestioné todo el tiempo mi pretensión de trabajar con ellos y la manera como tengo pensado hacerlo. Supe que el trabajo era bien largo y que se fundamentaba en el conocimiento y la confianza. Me pregunté si era posible un cambio en la vida de estos muchachos, qué cambio tendría que darse y qué cosa podría ser tan trascendental para que en la persona se lograra dar ese cambio. Creo por el momento que debo conocerlos en su condición de consumidores para pensar luego en abordarlos con propósitos de transformación.

federic.cj@gmail.com

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