Notas de campo 17

Federico Cárdenas Jiménez

Tuve varios encuentros con un habitante de la calle cuyo lugar de residencia queda cerca de la Universidad Autónoma de Manizales, en un sitio en medio de la vegetación que hay en lo que queda de montaña. Lugar tenebroso a juzgar por lo que me encontré allí.

… Algún día me invita a conocer su cambuche –le dije- y para mi sorpresa, me respondió que cuando quisiera; entonces ya mismo, concreté…

Cogimos rumbo por el sitio que menos imaginé, a través de una trocha no muy definida, pero en la que nos íbamos topando con objetos recuperados de la basura que hacían las veces –así parecía- de señales que demarcaban una ruta. El entorno era intimidante y lo que desde afuera se veía cerca, se hacía cada vez más lejano. Este hombre por supuesto conocía perfectamente el recorrido y nunca se detuvo a mirar si yo venía tras de él o si algo me había sucedido, sólo me decía “¡cuidado! ponga el pie donde yo lo puse porque ahí hay una trampa”; nunca supe dónde había trampas exactamente pero hice lo que me iba indicando.

Mientras caminábamos me contó sobre de una serie de cuevas que había en el sector y que muchas veces ni él las había reconocido a la vista; eran gentes que vivían como él, pero más locos –me dijo-: “¡gente de cuidado! De noche se escuchan a veces llamados de auxilio, pero uno en esas cosas no puede meterse… en todo caso, ellos no se meten conmigo ni yo con ellos… mucho cuidado ‘mono’ con venir por aquí solo”, enfatizó.

En total suspenso lo seguí mientras atisbaba de reojo, a lado y lado, por si algo pudiera salir de la maraña. Calculé entre 8 y 10 minutos de caminata hasta que llegamos: era un espacio entre las sombras desde donde se veía el paradero de la buseta donde yo había estado ubicado hacía unos días. Me recibió un olor que se confundía entre lo humano, lo animal y lo vegetal, pero no era agradable.

¡Aquí es donde vivo!, me dijo: era sólo un espacio semidescubierto en el que se sentían las arremetidas de un viento fuerte… notó mi extrañeza y luego de una risa desprendida y pedregosa señaló detrás de mí acercándose para levantar con su mano algo parecido a una cortina que estaba cubierta de vegetación y que hacía las veces de puerta de acceso para lo que el llamó “el búnker”...

literalmente era una cueva, de alta como una persona promedio sentada y de ancho y profundidad como de uno con cincuenta (1,50) más o menos, con las paredes de tierra y el piso tapizado con una capa gruesa de cartón que servía de aislante del frío y de la humedad. No había colores diferentes al verde de la vegetación, al negro de la tierra y al ocre del cartón.

Sentí mi cuerpo pesado al instante, no por cansancio, sino por la extraña energía del lugar que me provocó escalofrío y que cuando volteé a mirar a este sujeto, pude verla personificada en su mirada. Tragué saliva como acto reflejo y caí en cuenta de los fuertes latidos de mi corazón. Mi intuición comenzó a asustarme, pues, finalmente, cualquier cosa podía pasar.

Hice lo posible porque no se me notara el temor repentino, pero estoy seguro que no lo logré, así que le pregunté si no le daba mucho frío, sobre todo en las noches y en los amaneceres, y me respondió que cuando lo sentía se fumaba un “coso” y era suficiente; si se había topado con animales –que sé yo, serpientes, arácnidos, etc.- y terminé desviando la tensión. Yo veía a este hombre y me parecía increíble que alguna vez hubiera estado casado, que tuviera dos hijas y que hoy día viviera en un lugar así. Fue el licor el causante de haber perdido su hogar y el bazuco el que lo llevó a este estado. Irremediablemente pensé en mi familia.

¿Hace cuánto no ve a su familia? –le pregunté- “desde que comencé a fumar” –respondió- ¿y no le hace falta? –agregué- “uno siempre los extraña pero la verdad ya me resigné, yo sé que salir de la calle es imposible. Conozco varia gente que lo ha intentado y regresa peor”; y sus hijas… ¿no le gustaría verlas? –insistí- me miró con ojos vacilantes y echó para atrás cabizbajo, se quedó en silencio por unos momentos y cambió el tema indicándome los lugares a unos metros más abajo donde estaban las otras personas de las que me había hablado.

No fui capaz de quedarme más tiempo así que pedí regresar y caminamos hacia el otro lado, en busca de la ruta salida que, según él, era diferente a la de entrada. En ese camino nos topamos con un personaje aterrador que espero no volverme a encontrar en mi vida, anécdota de la que hablaré en el relato de la próxima semana.

federic.cj@gmail.com

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