No es la duración de las penas, la impunidad es el problema

Carmen Inés Cruz Betancourt

Diversos especialistas advirtieron que la mal llamada “cadena perpetua” que en verdad era “prisión perpetua revisable” no sería avalada por la Corte Constitucional, y así sucedió.
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No entro a señalar argumentos jurídicos que no son mi especialidad, solo insisto en que seguimos confundidos creyendo que con más leyes o con penas más prolongadas resolvemos los graves problemas que nos agobian. No hemos entendido que de leyes estamos “sobrados”, el problema es que no se aplican. 

En el caso específico de la reforma constitucional que introdujo la “prisión perpetua revisable” para sancionar a quienes asesinan, violan o abusan a niños, niñas o adolescentes, declarada inexequible por la Corte, a mi juicio no tenemos que rasgarnos las vestiduras porque, puesto que preveía una revisión a los 25 años resultaba más laxa que la que se tiene y continúa vigente. Y es que el Código Penal establece una pena máxima de 60 años cuando existe concurso de delitos y en concordancia con lo previsto en el  Código de Infancia y Adolescencia (Artículos 199 y 200) cuando se trata de homicidio o delitos contra la libertad, integridad y formación sexual (violación, acceso carnal o actos sexuales, etc.) no admite medidas no privativas de la libertad, ni la sustitución de detención preventiva intramural por domiciliaria, ni menos subrogados penales de suspensión de ejecución de las penas, libertad condicional, ni rebajas de penas, al contrario, se aumentan las penas hasta el doble cuando el delito es cometido contra menores de catorce años. 

Y un hecho que no podemos ignorar, es que según proyecciones del Dane para 2020, la expectativa de vida de los hombres colombianos es de 73.08 años; entre tanto los victimarios son usualmente hombres mayores de 25 años, lo que significaría que si alguien de esa edad recibe una condena de 60 años, quedaría libre a los 85 años, que si aún sobrevive ya será un viejo, posiblemente enfermo, rechazado hasta por su propia familia y agobiado por su permanencia de seis décadas en prisiones que poco ayudan a la resocialización. 

No se trata aquí de pedir compasión con ese tipo de delincuentes, ni como lo hizo la magistrada ponente, clamar por la dignidad del victimario por encima de la de las víctimas. Se trata sólo de que asumamos la realidad y antes que insistir en que se aprueben más leyes y penas más prolongadas,  clamemos por la aplicación de las leyes que nos rigen y que muchos operadores de la justicia pasan por alto, por desconocimiento, ineptitud, indolencia, temor o corrupción; o porque las interpretan de acuerdo con sus prejuicios. De este modo nuestro Sistema de Justicia propicia impunidad y constituye uno de los mayores problemas que enfrenta el país y, en las condiciones actuales es el soporte de  muchos otros males porque, ¿acaso la corrupción y la politiquería que tanto repudiamos no se relacionan con una Justicia que no opera en la forma debida? Por supuesto que existen funcionarios diligentes y probos en ese ámbito, pero parece que los otros suman muchos más.

Es, además, un Sistema Judicial que permite graves irregularidades, como aquellas que hacen que, aun contando con pruebas contundentes y testigos de delitos cometidos por individuos capturados por la Policía, luego sucede que el juez los suelta “porque no fueron capturados en flagrancia”, ¿o libera a miles por “vencimiento de términos” resultantes de los múltiples subterfugios y maniobras dilatorias a que acuden abogados inescrupulosos? ¿O que llevan a un inocente a declararse culpable para agilizar el proceso? ¿O que hace que cualquier proceso por sencillo que parezca tarde años y hasta décadas en lograr un fallo? No hay duda, nuestro Sistema de Justicia requiere una revisión urgente, esa que el Congreso ha rechazado varias veces, así que no nos distraigamos pidiendo más leyes ni penas más prolongadas, que en el contexto actual tampoco se aplicarán.

También resulta impostergable insistir para que el Estado diseñe e implemente una política pública de prevención que garantice, en forma prevalente y prioritaria, el respeto por la vida e integridad personal y mental de nuestros niños, niñas y adolescentes.

CARMEN INÉS CRUZ

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