Por ahí no es

César Picón

Hace 6 años recorrí por unas pocas semanas los municipios de Vistahermosa, Mesetas y San Juan de Arama (parte de lo que fue la zona de despeje del Caguán), en estribaciones de la exuberante serranía de la Macarena, en el departamento del Meta. Cursaba estudios que implicaban una práctica en territorio; el trabajo consistía en evaluar el impacto socio económico de un proyecto productivo (lechero) apoyado por el Gobierno, la cooperación internacional y la empresa privada, que vinculaba campesinos que habían vivido en carne propia el conflicto armado, unos víctimas, otros victimarios. Estaban luchando todos juntos por reemplazar su tradicional actividad económica -la coca- por pequeñas ganaderías lecheras, y bien que les estaba yendo. Escuché muchas historias de dolor y sufrimiento, también muchos relatos esperanzadores. Pero, sobre todo, logré entender un poco mejor la realidad de la vida en la Colombia profunda.
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Evoco esa experiencia porque pude comprobar que la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito funciona cuando se aborda desde el enfoque correcto, por ello me resulta inconcebible que el Gobierno de Colombia, reconociendo que la espiral de violencia que vive el país (masacres, asesinato de lideres sociales y el incremental desplazamiento en varias regiones del país) tiene como telón de fondo el narcotráfico, la única solución que plantea es apurar la reanudación de la fumigación con glifosato para reducir la producción de hoja de coca, como lo dijo el Ministro de Defensa en una reciente entrevista.

El país se le salió de las manos a un Gobierno que no entendió que detrás de las más de 150 mil hectáreas de coca hay miles de familias campesinas que no son criminales, ni narcotraficantes, ni violentas, y no merecen ser tratadas de forma indolente poniendo en riesgo su vida, su salud y acabando con lo único que les genera sustento. La evidencia muestra que la única forma sostenible de erradicar la producción de coca es a través de la sustitución voluntaria, acompañada de alternativas económicas lícitas para los campesinos y garantizando el acceso suficiente a servicios básicos que les permita vivir y progresar. No es solo llenando de batallones los territorios, sino de escuelas, puestos de salud, polideportivos y proyectos productivos. No es capturando a los campesinos, sino persiguiendo las pocas pero poderosas estructuras que se benefician del negocio.

Esto no es nuevo, en el cuarto punto del acuerdo final de paz se dejaron plasmados los lineamientos para enfrentar de manera efectiva el problema de las drogas ilícitas. Incluso, hace pocos días varios senadores radicaron una iniciativa que busca legalizar y reglamentar el mercado de la coca en Colombia, desde un enfoque de salud pública y derechos humanos.

De manera torpe el Gobierno insiste en hacer todo lo contrario. Irse por la vía de la criminalización del campesino solo va a servir para exacerbar aún más la violencia y el terror en las regiones del país. Difícilmente el Gobierno amigo del Ñeñe, y con embajador con finca cocalera, vaya a cambiar de estrategia.

Todavía quedan dos años de esa política de guerra y muerte. Solo resta esperar una reflexión profunda por parte de la sociedad para que no pueda pasar de ese umbral.

CESAR PICÓN

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