¿Y por qué no Rushdie?

Los días avanzan y cada vez son menos las semanas que faltan para acudir a nuestra cita anual con el ineludible primer jueves de octubre, ese eterno minuto en el que los fanáticos de los libros aguantarán el aliento a la espera de la consagración de un nuevo titán de las letras. Las casas de apuestas lentamente van despertando de la resaca que les embargó el año pasado tras la inesperada anunciación de Abdulrazak Gurnah, un nombre que no figuraba en las quinielas de nadie y que, por su misma imprevisibilidad, habría convertido en millonario automático a cualquier ferviente lector que hubiese tenido la osadía de jugarse algunas libras por su, hasta entonces, anónima literatura.

Nosotros, los ahora huérfanos

La noticia me tomó completamente por sorpresa. Mi novia la dejó caer así, como un espóiler involuntario, mientras mirábamos la televisión: “Ha muerto Javier Marías”. Y, entonces, egoístamente pensé que, aun cuando la inoportunidad es un rasgo tan innato y característico de la muerte, tal y como su propia inevitabilidad, en este caso la funesta lotería de la fatalidad no podría haber caído en un peor momento.

¿O tal vez será demasiado oates?

Durante el último de mis tours estacionales por las librerías de la ciudad, empujado más por mi autoimpuesta labor de inteligencia rastreando títulos de novedades que por el interés de comprar algo en estos tiempos inflacionarios, una cubierta colocada sobre la prominente mesa de lanzamientos llamó mi atención con una fuerza de atracción tal que mis perplejos ojos no fueron capaces de huir de ella. El interés que había despertado en mí no provenía en absoluto de su diseño, como habría de esperarse, sino de un detalle que seguramente muchos de los compradores que desfilaron delante de ella aquel día habrán pasado por alto: ese libro no tendría que estar ahí.

Ingeniería inversa literaria

Todos los escritores del planeta, de momento y sin excepción alguna demostrada, comparten exactamente la misma limitación a su talento: su propia mortalidad, la ineludible caducidad de sus carnes, la inefable certeza de que un día soltarán la pluma para siempre y, la mayoría de las veces, contra su voluntad. Y no es que la finitud humana sea algo malo, en absoluto, el problema radica en que sus personajes, esos apéndices con vida propia que se extirpan de la mente del autor tras meses y meses, cuando no años, de una delicada intervención quirúrgica frente al papel, no sufren por este tipo de quebraderos de cabeza. Ellos son atemporales, viven confinados en el universo cerrado de la novela, una suerte de limbo metafísico ajeno al cambio, donde siempre es ahora y, aunque cualquier cosa tiene la potencialidad de suceder, más allá del punto final nada ocurre.

La tiranía del algoritmo

Un sábado de 2017, bajando de frente y sin escalas por la calle Broadway, llegué al Time Warner Center, el emblemático centro comercial de Columbus Circle cuyo lobby es custodiado por dos rollizas figuras metálicas de Fernando Botero, un Adán y una Eva que fungen como colosos guardianes desnudos del capitalismo moderno.

Matar a un escritor

Aunque la noticia del brutal ataque a Salman Rushdie en Nueva York podrá parecernos totalmente sorpresiva, en absoluto puede resultarnos inesperada, pues desde hace décadas su nombre figura en la tan prestigiosa como peligrosa lista de escritores que se han echado encima enemigos poderosísimos.

Un glitch en el sistema

La literatura francesa moderna es un crisol de culturas diversas que bebe, por igual, de su tradición más puritana y de los influjos narrativos que el desembarco de inmigrantes africanos ha traído consigo.

Misterios reales, detective real

El silencio implacable que suele gobernar las mañanas veraniegas del Castillo de Windsor se ve interrumpido por el rugido gutural de las sirenas policiales que las patrullas de Scotland Yard emiten en su frenético desfile por los jardines de aquella propiedad real.

Palabras prestadas

Hace poco menos de una década, al igual que le ocurrió a gran parte del planeta (no vayan a creer que fui solo yo), atravesé una temporada de lenocinio literario en el que me entregué a los placeres fáciles y la satisfacción poco exigente que provocaba la lectura de las obras de Dan Brown.

Beneficios literarios de la ineficiencia

Aunque a primera vista no lo parezca, las eternas filas de espera que, incluso en estos digitales tiempos pospandémicos, todavía subsisten en algunas entidades ineludibles del engranaje social sirven a una invaluable función cultural, pues convierten a la lectura en la única alternativa cuerda contra el pulso parsimonioso que diariamente los usuarios echan a la brutalidad espesa del paquidérmico avance del tiempo.