La narrativa del odio

Cicerón Flórez Moya

Mientras la violencia arrecia en forma atroz en varias regiones del territorio nacional y se agudizan las perspectivas de la crisis económica y social como secuela de la pandemia del coronavirus, algunos sectores se empeñan en atizar el fuego de la exclusión y del odio. Pareciera ser una causa prioritaria del Centro Democrático en especial, en un demencial revanchismo por la detención de su idolatrado jefe Álvaro Uribe Vélez, incurso en los presuntos delitos de soborno a testigos y fraude procesal.
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Este episodio de Uribe desvela en buena parte las mezquindades y las mentiras con que se adoba la política para satisfacer intereses personales. Porque de eso se trata cuando la orden judicial de aseguramiento a un procesado se muestra como un acto de descarrilamiento. Y se esgrime que Uribe es intocable por su condición de caudillo, o porque según la obsecuencia de sus fanáticos aduladores lo muestran como el dirigente que salvó a Colombia, cuando la realidad es bien distinta.

Si Uribe hizo tanto, ¿por qué Colombia sigue con indicadores de pobreza, de desempleo, de violencia, de atrasos en educación, y salud? Pero si algo hizo como Presidente eso no lo exime de responder por las conductas punibles en que haya podido incurrir. Si violó la ley debe responder. Si demuestra que es inocente, tendrá absolución. Hay que dejar que la justicia opere libre de presiones y de falacias de intimidación.

Cuando irresponsablemente se sindica a la Corte Suprema de Justicia de mafiosa y secuestradora, o se estigmatiza a los adversarios tildándolos de terroristas o “castrochavistas”, o se descalifica a los críticos del Gobierno, o se asesina a los líderes sociales, o se frena la implementación del acuerdo con las Farc, o se permiten alianzas de paramilitares con la Fuerza Pública, se está atizando la hoguera de un sectarismo venenoso. Es el tejido del odio, como si se tratara de fortalecer una hegemonía en detrimento de la paz y la democracia.

Todo lo que contribuya al revanchismo lleva el sello del odio, con el cálculo de cerrarle posibilidades a quienes piensan distinto. Así se atizó la violencia que empezó a finales de la década de los años 40 del siglo XX, la cual mutó a otras confrontaciones que todavía tienen actores.

Insistir en los actos de guerra no puede ser el destino de Colombia. Agregarle a los efectos cruciales de la pandemia motivos de zozobra es un desvío cruel, cuando lo que debiera promoverse es el entendimiento para alcanzar la solución de problemas aún pendientes.

Al país no se le puede seguir llevando al matadero. Nueve millones de víctimas, todavía sin reparación, claman un cambio de rumbo. La narrativa del odio no puede ser la meta de los colombianos.

CICERÓN FLÓREZ MOYA

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