Porro de libertas

Columnista Invitado

La legalización de la dosis mínima premia inexorablemente la autonomía personal y el libre desarrollo de la personalidad del sujeto ético capaz de decidir lo bueno y lo malo para él, y es obligación del Estado acatar estas normas constitucionales de la carta magna; pero erra el adicto al pensar que la libertad de poderse drogar le hace libre.

En la presente columna me centraré en una sola droga –la marihuana-. Una discusión más amplia que abarque tanto al alcohol como a otro tipo de drogas requiere un espacio diferente. Tomemos como punto de partida lo establecido por el Observatorio de Drogas de Colombia en su documento: Reporte de drogas de Colombia 2016. En este informe, se muestra que mientras el consumo de drogas legales como el tabaco y el cigarrillo presenta una disminución evidente en los últimos años, el consumo de drogas ilícitas viene acrecentándose; además, estamos en presencia de un mercado de sustancias ilegales más diverso.

Como sucede alrededor del mundo, la marihuana es la sustancia ilícita de mayor consumo en Colombia; para el 2013 del total de consumidores de drogas ilícitas, el 87% consumía marihuana.

Expuestas las cifras, quiero acá hacer una vehemente defensa de quien consume; el consumidor es libre de fumar marihuana, como lo es libre el que toma bebidas alcohólicas y quien fuma cigarrillo; o quien -como acertadamente expuso el exmagistrado de la Corte Constitucional Carlos Gaviria- consume sustancias grasas: ¿Por qué no se le prohíbe la ingestión de sustancias grasas que aumentan el grado de colesterol y propician las enfermedades coronarias, acelerando así el proceso que conduce a la muerte?, cuestionando a quienes ubican como argumento la pérdida de un miembro potencialmente útil debido al consumo de estupefacientes. Cada uno es libre de decidir sobre su cuerpo, como sucede en la eutanasia, el aborto o el suicidio.

El adicto a la marihuana, como he podido evidenciar en casos cercanos y por otros medios, cree que su consumo lo hace libre, que esta le permite despojarse de las cadenas de la sociedad; erra rotundamente, pues su “libertad” está ahora restringida a la necesidad implícita del consumo de una droga, y es él mismo quien niega su autonomía o ya no es él pues la droga piensa y actúa por este en casos extremos.

Si el adicto entiende la libertad individual como lo más valioso, debe también concebir que el daño a su cuerpo, la alteración de la percepción y de la conciencia producido por la marihuana, que le dificultad tomar decisiones sobre sí mismo de manera libre, es un antivalor. Que, si bien se debe respetar su libertad por consumir lo que desee, no es libre, por el contrario, es preso de lo que cree que a él le da libertad.

Así mismo, se hace necesario diferenciar del consumidor ocasional a quien, de manera peligrosa, ya no es capaz de controlar el deseo por el consumo; esto no solo secuestra su autonomía, sino que conduce a un deterioro constante de las relaciones personales y/o laborales.

Es evidente entonces que el discurso educativo frente al consumo de drogas debe dar un cambio eficaz; es necesario prescindir de su núcleo la vacía e insulsa idea de que “la droga es mala” –argumento que no convence a nadie- y plantear una verdadera política que permita una educación para ejercicio de la libertad, pues si bien no sabemos ser libres, podemos aprender a serlo.

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