¿Qué más querían?

Columnista Invitado

Fue, no cabe duda, un acontecimiento profundamente significativo la llamada “cumbre” celebrada en Roma y que se ocupó de lo que la Iglesia ha hecho, hace y deberá seguir haciendo para enfrentar el problema, sicalíptico sin duda y lacerante, de los abusos sexuales. Y me he detenido un poco en las incomprensibles reacciones que, tanto entre los que se presentan como víctimas de esas aberraciones, como en muchos medios de comunicación, se han presentado. De unos y de otros, en efecto, se han alzado voces disonantes. Que la cumbre fue “un saludo a la bandera”; que puede calificarse de un fiasco; que dejó frustradas las esperanzas de una actitud y de unas medidas más drásticas, de un pronunciamiento más contundente, de determinaciones más significativas en favor de las víctimas… ”Las buenas y blandas intenciones del Vaticano”, así titulaba El Espectador su columna editorial de ayer, y en él se planteaba esta pregunta: después de años y años de dudar de las denuncias, la Santa Sede va a continuar con su timidez en la imposición de sanciones?.

Me parece que no son, estas reacciones y este enfoque de lo que fue la reunión convocada por el Papa, ni objetivas, ni fruto de un análisis serio de lo que allí se cumplió. Ojalá otras instituciones y organismos tuvieran la humilde valentía con que la Iglesia, con el santo Padre a la cabeza, ha reconocido y ha enfrentado el problema. Toda las intervenciones del Pontífice están transidas, por una parte, del dolor y la vergüenza que causa el constatar las miserias que se han dado en el seno de la Iglesia; por otra, de la categórica decisión de poner todos los medios necesarios para extirpar de cuajo ese cáncer, maligno cual ninguno. Nadie que no tenga prevenciones contra la Iglesia, de esas que obnubilan, podría negar que sólo ella, como institución, ha puesto el pecho y la cara a esta dolorosa realidad. El Sumo Pontífice ha actuado con las armas que la ley eclesiástica, el Derecho Canónico, pone en sus manos; y lo ha hecho de modo contundente. Sin que le temblaran ni las manos ni la voz. Ha suspendido “a divinis” a cardenales, obispos y sacerdotes convictos; ha pedido que quien incurra en abuso sexual sea denunciado, no solamente ante sus superiores religiosos, sino también ante la autoridad civil; ha dado orden, sin ambages, de que en ésta más que en cualquiera otra materia, la norma sea “cero tolerancia”; ha pedido que, dentro de sus atribuciones y posibilidades, la Iglesia brinde protección de todo orden a las víctimas de los abusadores. Acaso, ¿qué más querían? ¿Que ante cualquier acusación, sin fórmula de juicio y sin el respeto a un proceso en búsqueda del esclarecimiento de los hechos, se lanzara a las tinieblas exteriores a quien bien pudo ser víctima de una calumnia? ¿O que el Papa construyera ergástulos en el Vaticano y allí aherrojara a los culpables? Hay que leer y analizar con actitud de fe las orientaciones del santo Padre. La extraordinaria intervención que en la reunión convocada por él tuvo el señor Cardenal Rubén Salazar, si bien está dirigida explícita y concretamente a las responsabilidades de los señores obispos, es, sin embargo, de veras iluminadora para todos; es una diáfana y comprometedora resonancia de las enseñanzas que ha venido dictando el santo Padre. Y un llamado a que todos los que debemos guiar al pueblo de Dios reflexionemos en nuestra obligación de trabajar con ahínco en la búsqueda de la santidad. Vale la pena leerla y releerla. Tiene una espléndida conclusión en la cita que trae de un discurso de san Juan Pablo II: “Tanto dolor y tanto disgusto deben llevar a un sacerdocio más santo, a un episcopado más santo, a una Iglesia más santa”.

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