Golpe en el alma

Columnista Invitado

Abordé el Bertholf, un barco Guardacosta de Estados Unidos, con la misión de ser testigo de la detención en alta mar de un narcosubmarino, como se les conoce a estas embarcaciones clandestinas usadas por los carteles para enviar cocaína desde Colombia hacia Centroamérica, México y Estados Unidos. Tony Álvarez, mi camarógrafo, y yo, teníamos claro que dos semanas después podríamos regresar a Miami sin lograrlo. Se trata de una cacería incierta que no siempre arroja resultados positivos.

Una madrugada, a comienzos de este mes, nos despertó un oficial y nos dijo que estaba comenzando un operativo. Enviaron dos lanchas con hombres armados hacia las coordenadas arrojadas por el radar, que indicaban la presencia de un punto sospechoso en la pantalla. La espera fue larga. Una, dos, tres horas, hasta que nos confirmaron la captura de un narcosumergible con cuatro personas -dos mexicanos y dos colombianos-, con una gran cantidad de droga. Otra espera larga mientras nos autorizaron a ir en una de las lanchas militares hacia el narcosubmarino, al que llegamos armados con nuestras cámaras.

Frente a nosotros trasladaron la droga hacia el buque, donde fue pesada y enviada a una bodega. 1.435 kilos de cocaína de alta pureza. El semisumergible fue destruido con disparos de un arma .50 que hicieron explotar sus tres motores fuera de borda, hasta que las llamas consumieron la nave en las frías olas del pacífico. Estábamos en aguas internacionales frente a Colombia más o menos a la altura de Buenaventura.

Hasta allí todo me parecía normal. Fue en la tarde, cuando inspeccionaron las maletas de los cuatro marineros detenidos, cuando viví lo inesperado. Del segundo de los equipajes sacaron una camiseta de la selección colombiana de fútbol. Parecía nueva, con su amarillo tan intenso como las usadas por nuestros jugadores en el pasado mundial de Rusia. Quedé frío, como una estatua, viendo ese símbolo tan valioso dentro de las pertenencias de un colombiano que transportaba cocaína hacia Estados Unidos. Sin darme cuenta lloré en silencio imaginando qué podrían estar pensando esos guardacostas al ver aquella camiseta. 

Yo, hasta ese momento, era el único colombiano en un barco con 120 personas a bordo. Por más de 20 años he acompañado operativos policiales y militares contra el narcotráfico, pero esta era la primera vez que lo hacía con fuerzas de Estados Unidos. También era la primera vez que los oficiales no me hablaban en español, mientras me preguntaban qué me pasaba. ¿Cómo explicarles que esa camiseta nos hace vibrar, gritar y hasta llorar de emoción o frustración a los colombianos? ¿Cómo hacerles sentir la impotencia y el dolor que sentimos cuando se dice que Colombia produce las drogas prohibidas que intoxican, envenenan y matan a tantos en el mundo entero, incluidos nuestros jóvenes?

Me sentí inmensamente solo. Esa noche, compartí la experiencia con un mexicano, operador de radar del Bertholf, y cuando lo vi llorar al contarme que siempre que capturaban a un mexicano sentía ese mismo dolor de patria que a mi me consumía, entendí que no estamos solos en el mundo. Regresé a Miami hace varios días, donde trabajo como periodista de Univision, y todavía no logro reponerme de ese golpe en el alma.

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