Una digresión

Columnista Invitado

El siglo XIX fue el siglo de las grandes revoluciones, que también llevaron en su seno una sorda y no menos decisiva reacción, mientras el siglo XX ha sido el peor de los siglos históricamente datables.
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En este mísero siglo, que se inauguró con cosas tan grandiosas como la Interpretación de los sueños de Freud, o tuvo como escenario la Primera Guerra Mundial y su hija indeseada, la Revolución leninista, cerró con la caída del Muro de Berlín y con todo lo que ese derrumbamiento pudo significar para el fin de las ilusiones de los cambios sociales radicales.

La muerte de las utopías socialistas, era también el fin de una posibilidad de humanidad mejor, que Marx había señalado en su fecunda estancia parisina, a saber, que esa humanidad debe reconocer que se debe a la naturaleza y que el primer eslabón del ser humano con la naturaleza es el proceso de la gestación de la mujer. Todos los seres humanos venimos pues no solo de la naturaleza, para el barbudo implacable, sino de un vientre materno. Así que el hombre sin conciencia de su indispensable dependencia con la naturaleza, es un ser humano desarraigado; un hombre perdido. Esa conciencia significa a la vez la condición de la dignidad humana, destrozada por el trabajo enajenado, que degrada al tiempo al trabajador y a la trabajadora; los reduce a polvo. Negar lo que niega la condición humana (no otra cosa es el materialismo dialéctico: la revolución), es la condición de la negación de esa explotación y por tanto de la condición de igualdad de la mujer.

Fue Flora Tristán, antes que Marx, quien señaló por vez primera que sin igualdad entre hombres y mujeres no puede haber nueva humanidad; esa igualdad se daba en la lucha callejera; en la lucha en los barrios de verduleras y también de mujeres criminales. La meta de Flora Tristán era la superación de la miseria de la explotación capitalista, pues la mujer es la que lleva siempre la peor parte, no por ser más débil, sino por ser la cara más invisible de esa explotación. Fue el socialista alemán August Bebel quien profundizó en esa nueva visión de la relación hombre/mujer como condición de una próxima sociedad sin clases, sin explotación, sin desigualdad de géneros. Su libro La mujer y el socialismo, tuvo más de setenta ediciones, antes de morir el legendario batallador social en 1913. Toda esa tradición, de Fourier a Bebel, fue también lo que cayó con el Muro de Berlín. Con ese desplome se cierran dos siglos de luchas contra lo peor que el hombre ha dado y hecho de sí mismo. No se ve, en este siglo XXI, el siglo con menos imaginación pensable, cómo se ha renovado esa esperanza para nuestra humanidad actual.

Dentro de los deseos, algo ingenuos pero no menos valerosos y valientes, de acercar los hombres unos con los otros, y sentarnos en el mismo banquete de la verdad, estuvo una propuesta de Augusto Comte, que le pareció a Marx una verdadera majadería. Corría la Revolución del 48 y Comte quería que, en lugar de hacer barricadas, el proletariado se sentara a estudiar. Hoy llamaríamos la idea del padre del positivismo una universidad abierta y a distancia, pero no en la versión perversa que circula entre nosotros y nos proponen los mercachifles de la universidad virtual.

La universidad virtual, para amansar la exótica especie comtista, consistiría en una universidad popular, sin puertas ni exámenes de admisión (requisito que, dicho de paso, nos metieron con la Alianza para el Progreso en 1968). Sería acercar, a esos (as) estudiantes que asisten a clases, para ofrecer clases a todos (as) aquellos que desean, curricular o extracurricular, escucharnos y nosotros escucharlos a este universo estudiantil. Universidad para los estudiantes matriculados y sobre todo también para los estudiantes no matriculados.

Sería actualizar aquella consigna del Manifiesto “Proletarios de todos los países, uníos”, a una más modesta y a la mano: “Internet para todos”, gratuito y sin dilaciones, y así hacer de la necesidad virtud: que nos escuche quien desea escucharnos y deseemos escuchar. Evitar, de paso, la mercantilización desvergonzada de la universidad pública virtual. Una universidad posible, humana, libre.

JOSÉ HERNÁN CASTILLA

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