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Minutos antes la reportera describió en vivo la escena: “Acá estoy viendo los policías hechos pedazos, Néstor. Acá estoy viendo a los policías. Dios”, y se quebró, su voz se entrecortó y rompió en llanto. No pudo más. Julieth Cano es una de las tantas y tantos corresponsales que, todos los días, exponen literalmente ‘el cuero’ en Colombia para llevar la información desde las regiones, muchas veces, en situaciones que ponen en peligro su integridad física.
No solo por hechos como ese atentado terrorista o por desastres naturales sino por el fuego cruzado en zonas en las cuales los actores armados imponen su ley. Cuando creíamos que el acuerdo de paz entre la guerrilla de las Farc y el Gobierno nacional había logrado mandar al olvido la temeraria fuente de ‘orden público’, que desde las cómodas oficinas de los noticieros en Bogotá privilegiaron por décadas, las lágrimas de Julieth nos hicieron devolver en el tiempo y pusieron en primer plano la vulnerabilidad de una profesión que tantas veces ha sido violentada, con el fin de intimidarla y, en el peor de los casos, silenciarla.
Las lágrimas de Julieth frente a la cámara y los micrófonos comprobaron su condición humana en un oficio al que se le exige, por su naturaleza, sangre fría. Detrás de sus voces hay un hombre o una mujer que siente y sufre como los demás, mucho más allá de dedicarse a contar muertos, buscar explicaciones y contribuir al rating de los noticieros. Esa narrativa, que pareciera ser parte del pasado, nunca se ha ido.
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