Los olvidados

Daniel Felipe Soto

Una película de los años 50 escandalizó a la sociedad mexicana. La clase alta de entonces lideró lo que denominaron la “Liga de la decencia” e intentaron expulsar del país a su afamado director.
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Algunos cinemas fueron destruidos por los asistentes al estreno, quienes no soportaron la trama dura del filme, pero sobre todo lo que los irritó enormemente fue la realidad insoportable que Luis Buñuel mostraba en su cinta.

La película de la que les hablo le prestó su nombre a esta columna. Su argumento central trata sobre la horrible situación de los niños que viven en las calles. Buñuel no intentaba generar lástima ni despertar la compasión cristiana de los buenos samaritanos. Lo que pretendía era mostrar la brutal realidad de nuestras ciudades, de nuestra América, de nuestro mundo en desarrollo.

En noviembre se cumplen 70 años de su estreno, y pese a que la sociedad ha tratado de avanzar en la protección de derechos, la realidad sigue siendo ofensiva. La miseria, el hambre y sobre todo la apatía de las “buenas gentes” se convierten en verdaderos semilleros del crimen.

Lejos de los videos insulsos de “influencers” en redes sociales sobre cómo pasar la cuarentena, que cumplen no más que un rol barato para incentivar el atontamiento de sus seguidores; lejos de los grandes réditos del cada vez más abyecto sistema financiero; lejos de la entrega lastimera de mercaditos exiguos y con sobrecostos cargados al presupuesto público; lejos de toda la ilusión de vida feliz a partir del consumismo desenfrenado; lejos de todo esto está la miseria en cooperativa de las familias vulnerables, sufridoras de una pobreza extrema y del olvido social.

Como lo menciona Buñuel al inicio de la cinta, su película no es optimista. Es cruda, su trama es dura, intenta mostrar el padecimiento de quienes día a día deben soportar las inclemencias de un sistema desigual. La violencia -como consecuencia obligatoria del hambre- en la que se ven inmersos sus protagonistas, la rechazamos porque la sentimos lejana, o quizá nos desagrada tanto porque hacemos el intento negacionista -tan de moda en estos tiempos- para apartarla de nuestro entorno y de nuestra vida.

Lo más desalentador de verla hoy, es que la miseria y la violencia siguen presentes en nuestros territorios. La desnutrición infantil sigue ahí, en la Colombia rural, lejana y también en la cercana. En nuestras ciudades, al borde de los ríos, en los cerros, en las “invasiones” donde familias enteras crean asentamientos ilegales intentando sobrevivir.

Está vigente el mensaje del cineasta español. Más ahora, en estos momentos donde las promesas del neoliberalismo se desbaratan y queda al desnudo un sistema económico corrupto incapaz de salvarnos a todos del hambre, de la desprotección, de la inasistencia sanitaria. La pandemia amenaza las posibilidades de todos para procurarnos el alimento, el techo, llegar a fin de mes. Si antes el futuro aterraba por su incertidumbre, ahora espanta por las certezas que nos muestra sobre nuestro presente, nos indica que tan próximos y susceptibles estamos todos de ser los olvidados.

Tal vez ahora podamos entender que no había nada más alejado de la realidad que nuestro cotidiano vivir, embriagados en anhelos vacíos por acumular objetos y riquezas, mientras los invisibles, los ocultos, nunca fuéramos nosotros. Hoy, el trapo rojo, que otrora significaba la fervorosa pasión por el partido liberal, es usado como último recurso para ser vistos, para ser escuchados, en todo caso, para no seguir siendo los olvidados.

DANIEL FELIPE SOTO MEJÍA

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