La hora del Estado

Darío Ortiz

Desde comienzos de los años ochenta cuando el presidente norteamericano Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher pusieron en marcha las políticas neoliberales vieron necesaria la reducción del aparato estatal para lograr el anhelado fortalecimiento de la economía de mercado.
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Con el desmantelamiento progresivo del intervencionismo estatal dieron por terminado el llamado Estado Bienestar (Estado niñera en palabras de Thatcher) en boga tras la gran depresión de 1929 y caracterizado por una política social amplia. El siguiente paso del liberalismo económico fue la apertura mundial de fronteras para el flujo de capitales, mercados y productos que hoy llamamos globalización; en el cual se desdibujaron los Estados nacionales soberanos cuyas leyes no sobrepasaban sus fronteras para regular la acción de las grandes corporaciones.

Este crecimiento de las corporaciones en detrimento planteó un divorcio entre el poder, entendido como la capacidad de hacer cosas, que recayó en parte en los conglomerados económicos; y la política, entendida como la habilidad de decidir qué hacer, cuando actuar y qué evitar.

Esa paulatina debilidad del Estado, que supondría su fracaso, hizo temer a los teóricos que en algún momento desaparecerían los Estados nacionales, liberándose las fuerzas a la simple competencia económica, perdiendo incluso la capacidad de diferenciar entre el uso de fuerzas legítimas e ilegítimas.

Y entonces llegó el Covid19, y la disyuntiva entre libertades económicas y regulación estatal dio paso a que nos planteáramos la falsa dicotomía entre economía o vida, mientras se detenía buena parte del aparato productivo mundial en medio de decretos de cuarentenas y confinamientos. El reloj de la historia neoliberal se había parado en seco para sorpresa de todos. Una ola de temor a la pandemia revivió de pronto las teorías plasmadas a mediados del siglo XVII por Thomas Hobbes quien sostenía que el miedo era un organizador político porque era lo que nos llevaba a aceptar el poder y la disciplina.

Aceptamos la auto limitación de nuestras libertades como instrumento para nuestra propia preservación y tranquilidad decía. De pronto se hizo palpable que no existe poder más allá de la vida y que las decisiones principales de la política deben ser las de salvaguardarla. Así que al menos momentáneamente se ha suspendido el divorcio entre poder y política, y a marchas forzadas todos los países comenzaron a reconstruir el poder interventor de los desvencijados Estados nacionales, única fuerza capaz de enfrentar esta crisis y de echar a andar nuevamente la maquinaria económica que sus decisiones han suspendido.

Las normas de restricción a las libertades de movimiento, junto a la socialización a fuerza de la salud, la repartida de millones de toneladas de alimentos y el cubrimiento estatal de salarios y subsidios inimaginables, son medidas del crecimiento del aparato estatal que exigen créditos enormes de bancas multilaterales, aumento sin límite de la deuda externa, bajada de salarios por decreto, rebajas fiscales y de tasas de interés impensables hace dos meses; junto a la posible emisión de dinero sin respaldo de activos nuevos u otras acciones arriesgadas; destruyendo reglas fiscales, principios ortodoxos y teorías mercantiles con el plan de intervención y regulación económica y social más grande que recuerde la historia.

Es el despertar del Estado niñera al que le han regresado sus poderes y cuyas decisiones, que hasta ahora comienzan, nos están afectando a todos. Claramente es la hora del Estado. Pero también es un momento crucial para la definición de sus funciones socioeconómicas y de su futura existencia, que necesariamente será replanteada de acuerdo al éxito o fracaso que tenga del manejo de la Pandemia y al resultado de sus medidas ante la inimaginable crisis económica cuyo temor ha causado.

DARÍO ORTIZ

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