De dónde venimos y para dónde vamos

Darío Ortiz

Hace 160 años un general rebelde y voltiarepas, apodado mascachochas, que había peleado por las ideas centralistas de Nariño y Bolívar, y que había sido presidente conservador con el apoyo del clero, pero que iba camino de Bogotá con sus huestes liberales a derrocar al gobierno conservador, imponer el federalismo y quitarle poder a la iglesia, decidió, a lomos de su caballo en el alto del raizal, fundar de un plumazo y sin consultar a nadie el Estado Soberano del Tolima; asignando a Purificación, que no era ninguna metrópoli, como capital del nuevo estado.
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Tomás Cipriano de Mosquera, el inventor del Tolima, fue un guerrero de muchas guerras civiles, latifundista, empresario, comerciante exportador de drogas, dueño de minas, millonario, Gran general, héroe de la independencia, bolivariano, escritor, reformista, dictador, masón grado 34, y ante todo un excéntrico, que así como se inventaba grados en la masonería, estados a lomo de un caballo y capitales en caseríos, desmontó impuestos coloniales en su primer mandato y se tomó el poder hace 160 años para derogar una reforma tributaria escondida entre eufemismos del gobierno conservador.

¡Qué tiempos aquellos donde los presidentes trataban de bajar los impuestos en vez de subirlos! Mosquera, que fue senador después de ser presidente cuatro veces, tuvo 8 hijos, el último con una prima a los 79 años, escribió unos libros sobre geografía y la creación del universo que nadie lee y nos heredó ese amor por los gobernantes que adoran las guerras civiles y el Tolima, que ya no es estado, ni soberano, ni tan grande como él lo fundó, pero que todos los abriles celebramos rebosantes de orgullo e ignorancia.

Tierra rica en minerales, generosa en cultivos, exuberante en fauna y en fuentes de agua sagrada, el Tolima de Mosquera ha parido hombres ilustres de brillo nacional, que han escrito constituciones, leyes, sentencias y la historia de la Colombia, pese a su conocida mala memoria que, entre puestos y laureles, los hace olvidar del terruño y sus necesidades apenas llegan a Bogotá.

Un día de lucidez los tolimenses adoptamos por bandera el potente vinotinto y oro, que con el transcurrir del tiempo y el daltonismo de los diseñadores cambió el color luminoso de su amarillo por un tono sucio que parece más símbolo de corrupción que nuestra riqueza minera, y el rojo vinotinto de la sangre de nuestros héroes, se convirtió en un extraño café que parece más bien la mierda de nuestros gobernantes. Porque 160 años después de fundados, las víctimas del plumazo de mascachochas, discutimos aún por saber cuál es nuestra vocación y razón de ser: si minera antiecológica, si agrícola latifundista, si turística sin mar; mientras a diario se derrama aún la sangre de nuestros héroes y se llevan el oro de nuestro suelo. Y aquí estamos ahora, sentados inermes, acuñando pobreza, bajo la sombra de un volcán explosivo y viendo derretirse la nieve de nuestro símbolo, sin que seamos capaces aún de tener un ideal común que nos haga nuevamente dignos del genial Mosquera.

DARÍO ORTIZ

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