Embeleco progre

Darío Ortiz

La primera vez que leí sobre ecología fue en un libro de Time-Life comprado en el agáchese, siendo un adolescente a mediados de los años ochenta del siglo pasado. La publicación que había sido impresa una década antes, hablaba del precario equilibrio entre los seres vivos y su casa, que es la tierra (ecología significa literalmente el estudio de la casa).
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Ya mencionaba la desertificación, la escasez del agua y el calentamiento global por la quema de combustibles fósiles. Para entonces, como estudiante de colegio, conocía de grandes civilizaciones desaparecidas con sus logros, lenguas y dioses; y de especies extintas entre meteoritos, glaciaciones y desastres climáticos a lo largo de la historia de la tierra. Pero los temores sobre el fin de nuestra propia civilización y especie se centraban en la posibilidad que algún demente activara los arsenales nucleares. 

El final de la guerra fría y los vientos de globalización, permitieron pensar que el mundo al fin iba a ponerle atención a lo importante y no solo a lo urgente; y por un instante tuvimos la esperanza que un ecologista como Al Gore ganara en el 2000 la presidencia del país más contaminante del planeta. Pero un reñido reconteo de votos en la Florida le otorgó la presidencia a Bush, que por el contrario le dio bríos a la carrera petrolera.  

Pese a eso, se han firmado diferentes protocolos que esperan detener el ritmo del cambio climático. Principalmente el acuerdo de París que entró en vigencia en el año 2016 y que pretende lograr que se limite el calentamiento global a 1.5 grados centígrados únicamente; para lo cual hay que reducir al menos 55 % de las actuales emisiones de gases de invernadero. Lograr eso obligará a cambiar y repensar el sector Energético que produce el 60 % de las emisiones globales, pero también el sector de la moda, el del transporte, el de la construcción y el de los alimentos (un kilo de grano necesita 1500 litros de agua y uno de carne de res 15 mil litros, para su producción, según la FAO).

Miles de empresas contaminantes, incluyendo textiles y metalúrgicas, han elaborado compromisos para detener sus emisiones durante esta década y muchas de las grandes ensambladoras de autos ya tienen fechas cercanas en las que dejarán de producir motores de combustión interna. Aunque día a día nuestro consumo energético aumenta, reducir las emisiones tan drásticamente para poder sobrevivir como especie, va a cambiar el rostro de nuestra civilización, desde la disminución del ruido de nuestras ciudades por los silenciosos motores eléctricos, a los muchos productos derivados del petróleo que dejaremos de consumir, hasta otros aún impensables.

Millones de años le tomó a la tierra tener las condiciones perfectas para la vida actual y para producir los hidrocarburos que derrochamos durante siglo y medio para construir nuestra civilización. Civilización que se equivocó desde el día que decidió que el agua era para defecar y no para beber como el resto de los mamíferos, y que se estructuró a partir del derroche de recursos finitos que hemos visto disminuir década tras década. Hoy, cuando el discurso ecologista no se encuentra en viejos libros del agáchese, sino en la vida diaria y en la política nacional, todavía hay negacionistas y reaccionarios que creen que la necesidad imperiosa de parar el daño es otro embeleco progre. 

 

DARÍO ORTIZ

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