Réquiem por las libretas de tienda

Las calculadoras de bolsillo y otras yerbas made in Japan, enviaron al cuarto del reblujo a las antiguas libretas de tienda en la que quedaba consignada la historia gastronómica y económica de los vecinos de la cuadra.

Eran un homenaje permanente a la honradez de las partes: el  tendero - biógrafo del barrio - y su cliente. Lo que se apuntaba era lo que se cobraba. Así de fácil. Y perogrullesco.

A veces, en la misma tienda permanecían las libretas. Nunca se le ocurriría al propietario del inmueble apuntar media libra de chocolate más. O echar chuzo en los frisoles o el arroz.

Y a la "bisconversa": a nadie en la casa, donde también podía quedar la libreta, en nicho visible, se le ocurriría alterar la cuenta, borrando algún precio, por más que esa pequeña gran historia se escribiera con lápiz.

Las cuentas se pagaban con puntualidad de reloj egipcio de arena, cada quince días.

Si por algún traspiés del azar no se podía cubrir en el lapso indicado, el crédito se prorrogaba automáticamente sin intereses, y sin mala cara por parte del prominente proveedor, o tendero que llaman.

"Don Arracacho", le decíamos a un tendero nuestro que era algo así como el archivo de todo el barrio. Nada de lo humano de sus clientes le era extraño.   

A la hora de pagar la cuenta, un lápiz toreado en infinidad de libretas y que andaba siempre colgado sobre la oreja derecha, venía en ayuda del tendero que sumaba las dos o tres columnas en menos que muere un estornudo.

No se equivocaba jamás en la suma. Era como si mentalmente, en el disco duro de su cabeza, fuera apuntando los distintos valores. Y a la hora de sumar llamara ese menú formado por pedidos de panelas, papas, cominos, arepas, quesito... y los convirtiera en plata.

Daban opción al cliente de que revisara la cuenta, como lo ordena Bertold Brecht en un poema, pero pocos se sometían al bochorno de demorarse un semestre en una operación matemática que la contraparte hacía como bogando agua. Y dentro de los más estrictos cánones éticos.

Mandaba la palabra de gallero. Nada de “enriquecerse primero y honradecerse después”. La gente vivía a gusto con lo que tenía, nunca con lo que le hacía falta.

Mientras el tendero echaba cuentas, se daba cuenta de quién entraba, quién salía, escuchaba pedidos, se enteraba del último hijo que tuvo misiá Cosiánfira, o se informaba de que fulanita había viajado a Estados Unidos a hacerse operar de un rumor.

Los que hacíamos los mandados, primer oficio lícito conocido que  ejecutábamos los miembros de la piernipeludocracia, de pronto nos pasábamos de vivos y nos hacíamos anotar en el ambiguo rubro de "varios" algún confite o mecato adicional a manera de pago por los servicios prestados.

Eran de esas faltas que había que confesarle al cura los primeros viernes de mes para tener siempre segura la entrada al cielo.

Los pecadillos eran tan subalternos que el hombre de sotana llena de botones, casi se adormecía de tanto coleccionar infracciones de tránsito contra Dios que no ameritaban mi paila mocha, ni purgatorio, ni nada. Cuando mucho una cierta benévola sonrisa

(Me asilo en este paréntesis para confesar que quienes tuvimos abuelo tendero, convertíamos la precaria “caja fuerte“ del negocio en Banco de la República personal de donde sacábamos “préstamos” que nunca pagábamos).

Las libretas se acababan de tanto almacenar datos caseros. Dime qué comes y te diré cómo vives, se podría concluir después de repasar  en el espejo retrovisor de la memoria esos registros gastronómicos-biográficos.

Credito
ÓSCAR DOMÍNGUEZ G.

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