Los desarraigados en las calles

Eduardo Durán

A medida que crecen las ciudades y, a la par, sus problemas, se observa con enorme preocupación la presencia de desarraigados en las calles a los cuales se les endilga una serie de denominaciones como mendigos, drogadictos, desequilibrados y algunos más crueles, como indigentes o desechables

Todos ellos son personas que han llegado a extremos de desatención y que la vida los ha colocado en ese papel desgraciado de la carencia absoluta de medios para la supervivencia y para el logro de los elementos mínimos para la vitalidad.

Los ciudadanos se acostumbran a verlos y les extienden precarias limosnas que apenas alivian una necesidad extrema de alimentación. Las autoridades ligeramente contemplan el problema, pero no asumen medidas tendientes a atenuar la situación.

Si así seguimos, muy pronto ese tipo de seres humanos copará la mayoría de sectores citadinos y alrededor de ello se va acrecentando otro problema más delicado, la inseguridad, pues esas personas van acudiendo, en su mayoría, a prácticas violentas para obtener los elementales recursos que les proporcione la subsistencia.

La situación tiene que ser abordada en otra forma; se trata de un flagelo social, en donde el principal compromiso tiene necesariamente que salir de las autoridades, en su deber de establecer políticas claras de atención a los más débiles y en cumplimiento a lo establecido en la Constitución cuando ordena el Estado Social de Derecho.

Pero como muchas cosas, esas normas muy poco se cumplen y se está negando a un sector de la población que crece todos los días la oportunidad de incorporarse a la sociedad con oportunidades de rehabilitación, donde además del factor alimentario, está también el de la asistencia médica y el de los instrumentos para desarrollar sus habilidades humanas en cualquier actividad útil para la sociedad y sus asociados.

Los desarraigados están expuestos a muchas situaciones, que de no ser atendidas con oportunidad y profesionalismo, conducen a padecer serios traumatismos que los van a afectar para toda la vida y los van a marginar para siempre de ese Estado Social, que define la Constitución y que impone la justicia social.

Todo ello nos lleva a demandar más oportunidades, más realidad en los programas de gobierno de las regiones y de las ciudades y un mayor compromiso para atacar un flagelo social, que no se debe quedar en calificativos despectivos y humillantes, sino que tiene que ir a las acciones contundentes y concretas para atacar un grave problema que crece todos los días.

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