El crimen de Lara Bonilla

Eduardo Durán

Treinta y dos años después del asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, la Fiscalía acaba de decir que no ha podido comprobar de manera definitiva si hubo participación de agentes del Estado en ese magnicidio.

Ya hace un par de meses el periodista Alberto Donadio nos entregó un interesante libro sobre la investigación que realizó, en donde analiza elementos de enorme trascendencia, abriendo interrogantes que las autoridades judiciales no han podido hallar. Y lo hace con un enorme acierto en donde arroja claridades sobre lo que hasta el momento se ha encubierto en ese largo proceso judicial.

Rodrigo Lara era una de las figuras de la política colombiana más prestigiosas que pudieran existir en esa infortunada época: Inteligencia deslumbrante, capacidad de trabajo, orador insuperable y dueño de una simpatía personal que lo hacía atrayente ante cualquier auditorio en que se presentara.

Su papel protagónico en ese momento, después de haber pasado por el Senado de la República y de haber dirigido el Nuevo Liberalismo al lado de Luis Carlos Galán, se reflejaba en las consistentes y valerosas determinaciones que adoptaba como ministro de Justicia, relacionadas con la lucha sin claudicaciones contra el narcotráfico y con su abierta y decidida intención de extraditar a todos los jefes de los carteles, que amenazaban con poner en jaque a las instituciones nacionales.

Sabía que en ese instante era el objetivo número uno de los jefes de los carteles de la droga y ellos se valían de toda clase de argucias criminales para sacarlo del ruedo de la política y de las decisiones de Estado, que en ese momento encarnaba y defendía con una rectitud invencible.

Por eso esa guerra a muerte que se le decretó por parte de los narcotraficantes iba hasta las últimas consecuencias, con todo el río del dinero colocado para alcanzar su eliminación definitiva. Y entre más asedio sentía, su carácter más se robustecía y sus posiciones revestían mayor firmeza.

Ese asesinato, sin duda fue mucho más allá de la contratación de un par de sicarios imberbes.

El día antes de su muerte, lo llamé al teléfono. Después de pasar la llamada por varias personas, él apareció en el auricular. Su saludo, en tono angustiante fue “Perdona Eduardo la demora en pasar, pero es que estos hijueputas me quieren matar”.

Los invito a leer el libro de Alberto Donadio, para que se aterren de sus impresionantes hallazgos.

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