Fénix de papel

Fuad Gonzalo Chacón

Era diciembre y la noticia se regó como pólvora por las calles de Madrid: A falta de un milagro navideño, Pérgamo, la librería más antigua de la ciudad, estaba abocada al cierre inminente. Los rumores dieron paso a las certezas cuando sus portentosas estanterías de madera de cerezo con vistas a la calle empezaron paulatinamente a perder libros, cuales dientes ausentes en la sonrisa de un viejo, y los letreros de liquidación colgaron de su icónica fachada como edictos reales de sentencia. Fachada que se mantuvo incólume desde su apertura en 1945 y que hoy navega entre las aguas de lo clásico y lo meramente vintage.
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Sin demora, los diarios se volcaron al cubrimiento de aquella agónica despedida y fue justo leyendo alguna de esas tantas crónicas funerarias que descubrí dos detalles que, imperdonablemente, había pasado por alto: uno, Pérgamo fue la primera librería que visité tras mi mudanza a Madrid, pero avasallado en aquel momento por la novedad de todo lo que me rodeaba no conseguí retener su nombre en mi memoria y, dos, que se ubicaba a escasas manzanas de mi casa. Entonces me embargó melancolía de los grandes amores que pudieron ser y nunca fueron. Siempre había soñado con una librería próxima para cotillearla incidentalmente en alguna incursión a la panadería o sacando al perro en pijama y ahora que la tenía, me había percatado de su existencia demasiado tarde. La vida, en definitiva, no podía ser más injusta.

Era enero y la buena nueva inundó las calles de Madrid como un río de júbilo: un utópico empresario rescataría a Pérgamo para darle una segunda oportunidad sobre la Tierra, fintando a la fatalidad y arrancándola de su inexorable destino como bar de tapas, espá o boutique de moda. Durante varios meses, como un niño que abre lentamente un regalo de Navidad, fui testigo de esporádica recurrencia en cada una de las etapas del viacrucis de esta más que anhelada resurrección. Hice el seguimiento del transeúnte a las jornadas de limpieza, las manos de pintura y los movimientos de inventario. Finalmente, la espera había terminado y con mi novia y mi perro como mis cómplices infalibles nos adentramos el sábado en la reinventada Pérgamo.

“Bienvenidos a este templo. Yo soy el párroco” dijo Jorge Hernández con aire ceremonial saliendo a nuestro encuentro. Este escritor, columnista y, ahora, librero mexicano, a quien le basta una corta charla con referencias a García Márquez o el Bogotazo para convencerte de que es un buen tipo, es el alma tras esta nueva etapa que arranca para la librería, acompañado de fieles amigos y escuderos de su tierra que tuvimos la oportunidad de conocer aquel día (incluyendo uno que al mencionarle “Soy de Bucaramanga” dio un respingo recordando a la novia de fuerte temperamento que tuvo alguna vez). No tengo dudas de que sabrán capotear los fantasmas digitales y la crisis de la industria editorial hasta convertir a este fénix de papel en el gran espacio literario que el barrio de Salamanca no sabía que le hacía falta con tan urgente necesidad.

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FUAD GONZALO CHACÓN

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