La ética nos hace “inmunes”

La relación entre los términos inmunidad e impunidad es estrecha, pues ambas se refieren a la ausencia de castigo, en un caso con un fundamento legítimo y en el otro no.

El diccionario de la Real Academia señala que la inmunidad se entendía como un privilegio que se concedía a ciertas instituciones e iglesias para evitar que los delincuentes que se acogieran a ellas fueran castigados físicamente, mientras que la impunidad es la falta de sanción (sin ninguna razón para ello).

 

La inmunidad era uno de los privilegios derivados de la dignidad parlamentaria, destinada, como todos ellos, a facilitar a los congresistas el cumplimiento de las funciones legislativas y de representación ciudadana. Con ella se pretendía evitar la persecución política del Congreso por parte del Gobierno, particularmente a los miembros de la oposición.

 

En la Constitución de 1830 se preveía que los congresistas no podían “ser demandados, perseguidos, ni presos por causa criminal” mientras duraban las sesiones, iban a ellas o regresaban a sus casas. En la de 1843 se exigió la suspensión del Congresista por la cámara respectiva para poder proceder a su detención, norma que se mantuvo con leves modificaciones en la Constitución de 1886 y sus reformas.  

 

Sólo el influjo del narcotráfico justificó que esta tradición constitucional fuera abandonada en 1991, pues se había consolidado en la opinión pública la idea de que ella se prestaba para evitar la acción de la justicia antes que para preservar la libertad del Congreso.

 

A pesar de las razones que la justifican y de la tradición constitucional que la mantuvo por 160 años, para el ciudadano común la diferencia entre inmunidad e impunidad resulta sutil e irrelevante, pues al final un presunto delincuente logra evadir temporal o definitivamente la responsabilidad de sus delitos. Intentar superar la asociación entre ambas figuras se muestra inútil en una sociedad hastiada de la corrupción, que desconfía de algunas de sus instituciones, y que por primera vez en muchos años ve un intento serio de combatir el delito de cuello blanco en todos los niveles.

 

La propuesta de revivir la inmunidad parlamentaria resulta inadecuada y lamentable al desandar parte del camino de relegitimación del Senado, iniciado durante el año anterior y al introducir un elemento perturbador en la discusión de la reforma a la justicia. Hay que reenfocar la discusión bajo el principio de que la mejor inmunidad es la que proviene de la transparencia en los actos personales y la imparcialidad de la justicia.

Credito
JUAN MANUEL GALÁN P. (*)Senador

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