Valores humanos que se mueren….

Mario García Isaza

Sin ninguna duda, estamos viviendo en una época de grandes y profundos cambios; ellos se dan en todos los terrenos: en lo material, en lo económico, en lo cultural, en lo social. Y muchos de esos cambios constituyen una invaluable riqueza, son signos evidentes de progreso humano. Mal estaría el renegar de la cultura actual, tan llena de riquezas, y estéril el añorar nostálgicamente tiempos idos; es de mentes lúcidas el percibir lo positivo y de corazones nobles el gozarse en ello y agradecerlo.

Sentado lo anterior, pienso que hay que ser conscientes, sin embargo, de valores y riquezas a las que en un ayer no muy lejano se les dio entre nosotros la importancia que merecían, y que, por desgracia, se han perdido; en algunos ambientes son vistos como objetos de museo…Y voy a referirme a uno de esos valores: la virtud que llamábamos urbanidad. Esa que nos enseñaron nuestros viejos, que aprendimos en las bancas de la escuela, que nos inculcaban en las clases del colegio; esa que dignifica, que enaltece a la persona, que eleva las relaciones. Que tiene muchos otros nombres: cortesía, buenos modales, delicadeza, buen trato, consideración, civilidad, distinción, galantería, finura, afabilidad, respeto… y un no pequeño etcétera. He dicho virtud: porque lo es; diría que es una exigencia del amor cristiano y de la auténtica naturaleza social del ser humano.

Es posible que si hoy nos atuviéramos muy al pie de la letra a las normas de urbanidad inmarcesibles de don Manuel Antonio Carreño, estaríamos proyectando la imagen de alguien realmente anclado en momentos históricos superados, la de petimetres peripuestos e insoportables. Una cierta espontaneidad y desenvoltura en nuestras actitudes, a condición de no perder la sensatez necesaria para ajustar nuestros comportamientos a las circunstancias, los momentos, los lugares y las personas ante quienes actuamos, contribuyen a hacer la vida grata y a suprimir tensiones y condicionamientos que nos harían acartonados y aburridos. Eso es cierto; pero es que, tal vez so pretexto de buscar esa manera espontánea y sin artificio, caemos en la vulgaridad, en la chabacanería, en la ordinariez. Y nuestra falta de buenas maneras se sitúa y expresa en todo: en el hablar, que, en parte por ignorancia injustificable de las más elementales normas gramaticales y en parte por dejadez y falta de altura, está lleno de incorrecciones, adolece de una triste pobreza expresiva, viene plagado de solecismos, o, peor, infectado de términos que en mi lejana niñez llamábamos malas palabras…Están al orden del día la palabrota irreverente, el mote ofensivo, el piropo obsceno y sin gracia, la grosería rufianesca. En el vestir, que con frecuencia no es ni limpio ni decente, y que somete a muchos a la esclavitud de modas extravagantes y ridículas; en nuestra manera de relacionarnos: ¡cómo hemos olvidado la sencilla y cortés forma de saludar- si es que saludamos - o de despedirnos! Hasta qué punto parecemos desconocer que a las damas y a las personas mayores debe cedérseles el asiento o el andén; que hay lugares y momentos en que un grito, o un silbido, no tienen cabida y son un desatino. Con cuánta frecuencia, sin importar con quién estamos hablando, parecemos rumiantes porque vamos masticando un chicle; qué poco parece importarnos el deber de descubrirnos cuando tratamos con alguien de respeto; de qué manera han casi desaparecido de nuestro lenguaje cotidiano expresiones como: muchas gracias, hazme el favor, te presento excusas, ten la bondad de, mis parabienes, te felicito….y tantas otras que son substituidas sin sonrojo por chocarrerías o desplantes. Y por este camino, se van instalando en el ámbito de nuestra vida y de nuestro comportamiento cosas de las que ya ni nos percatamos. Vi, por citar algo reciente, al señor alcalde de Barranquilla, en el bellísimo acto de inauguración de los Juegos centroamericanos y del Caribe, pronunciar su “discurso”, - dos o tres frases deshilvanadas - con una cachucha calada… ¡ Qué falta de respeto! Y eso para no hablar del acto de impudicia y de exhibicionismo morboso con que, ya por tercera vez, un senador a quien todavía hay alelados que consideran como un faro cultural se degradó a sí mismo e irrespetó sin vergüenza a nuestra sociedad. Si nuestro parlamento tuviera alguna dignidad, ya ese personaje bufo no estaría allí.

¡Guay de nuestras buenas maneras, guay de nuestra urbanidad ! A ratos no puede uno evitar que se vengan a la mente los versos cargados de añoranza del poeta de la tierra: ¡Siquiera se murieron los abuelos, sin sospechar el vergonzoso eclipse!

¡Qué importante y benéfico sería que quienes de algún modo podemos ejercer alguna influencia, emprendiéramos una verdadera campaña, por todos los medios posibles, al rescate de estos y otros valores humanos…que se van muriendo!

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