El problema del mal

Pensando en lo que pasa en Colombia -en tantas cosas que pasan en Colombia- me dio por escribir esta notita sobre un asunto que ha ocupado muchísimos volúmenes en la historia de la filosofía ética, de las teologías, de las ciencias sociales y de la historia a secas: ¿por qué personas comunes y corrientes acaban perpetrando masacres o asesinando a sangre fría o torturando de maneras refinadas?

Y cuando digo “personas comunes y corrientes” ya estoy tocando el fondo del asunto: la mayoría de los perpetradores no son enfermos mentales, ni nacieron perversos ni son “degenerados”; son personas como usted o como yo. Cierto que hay “monstruos” como Pablo Escobar o como el Garavito, que mató 172 niños en serie o el sueco que hace poco asesinó 76 personas al azar. Cierto que preferimos creer que las personas son buenas o malas y que nosotros somos de las buenas. Y cierto que los medios y ciertos congresistas pintan así las cosas para pedir a gritos la pena de muerte y, de paso, volverse populares.

Pero la cosa es más terrible aún. Hannah Arendt fue una mujer fascinante, filósofa y judía que quiso comprender el porqué del Holocausto y fue a Jerusalén para el juicio de Eichmann. Esperaba encontrarse con el monstruo o el ser excepcional que organizó y disfrutó el mayor genocidio de la historia; vio en cambio a un hombrecito que en otras condiciones habría sido quizá cajero de algún banco, y publicó su libro “banalidad del mal”, con esta conclusión espeluznante: “ellos (los criminales nazis) somos nosotros bajo otras circunstancias”.         

El mal -o como dijo Nietzsche, “las acciones humanas que hacen tambalear la confianza en el mundo”-  no es algo excepcional sino el producto, finalmente obsceno, de una cadena de sucesos mundanos y cotidianos. Cualquiera -casi cualquiera- de nosotros puede ser parte de las peores atrocidades y, así, para desdicha nuestra, lo han comprobado los experimentos.

Algunos son famosos. Precisamente a raíz del holocausto, el profesor Milgram escogió mil personas al azar y les puso la tarea de “enseñar” matemáticas a una serie de actores entrenados para fingir dolor. Las respuestas erróneas merecían choques eléctricos de creciente intensidad; más del 90 por ciento de los “maestros” superaron el “umbral del sadismo”, y muchos provocaron convulsiones o desmayos. Otro psicólogo simuló una prisión, donde los “reos” eran humillados y después maltratados por los guardianes escogidos al azar, hasta llegar a los actos más atroces.  

Esos experimentos, con sus muchas variantes, más el estudio de casos reales (del tipo Abu Grahib) han ayudado a entender en detalle cómo y por qué la gente buena acaba haciendo las cosas más horribles. Por ejemplo, que empiezan por un pequeño paso, que lo hacen más si pueden esconder su identidad, si el “superior” dice que asume la responsabilidad, si ve que otros lo hacen, si cree que la víctima es inferior y no humana, o si le dan poder pero no lo supervisan: somos nosotros bajo otras circunstancias.

Algunas de esas circunstancias son rasgos de la personalidad que -en efecto- “predisponen” al mal (digamos que es el caso de Escobar o Garavito). Pero estos rasgos no son necesarios, y hay otros factores que de por sí producen las conductas horrendas: la situación (digamos, el diseño del experimento) y el sistema dentro del cual se actúa (pongamos, un ejército acosado).

Y aquí viene lo malo de Colombia. Que no se trata -o no se trata sólo- de Garavitos y ni siquiera de Escobares, como los suele haber en todo el mundo. Se trata de que durante tantos años tantos grupos organizados diferentes y motivados por razones políticas -no apenas por dinero- hayan cometido tantas atrocidades.

En otro día hablaremos de los héroes, de las (pocas) personas que se niegan, que no se dejan llevar por el sistema o por la situación, que denuncian y con eso reinventan la confiabilidad del mundo y nos confirman, por fin, que las personas -todas las personas- somos los responsables de nuestros actos.

Hablaremos, también, de qué hay detrás de lo malo de Colombia, de qué podría explicar nuestra descomunal capacidad para el mal. Pero por hoy bastará concluir que hay algo muy podrido en el sistema de vida que tenemos.

Credito
HERNANDO GÓMEZ BUENDÍA

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