Ibagué se respeta

Guillermo Hinestrosa

Un buen día los ibaguereños descubrimos que nuestro villorio les gustaba a los capitalinos, fascinados con el clima, paisaje, sus gentes. En la sala de espera de mi odontóloga escuché pacientes bogotanos comentar las maravillas de vivir en una ciudad barata, cálida, tranquila.
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Hijos y nietos los visitaban, comían en buenos restaurantes, caminaban por el Jardín Botánico, iban a conocer el Cañón del Combeima. Llegaron compradores de todas partes. Las constructoras tomaron nota y mejoraron sus proyectos, incorporando gimnasios, piscinas, canchas múltiples, y el efecto se fue consolidando. Entonces, algunos inversionistas de ocasión convencieron alcalde y concejales de hacerle una cesárea a la gallina de los huevos de oro, incorporando en el Plan de Ordenamiento Territorial POT, el “índice de construcción libre”, sin pago de Plusvalía. Vale decir: utilidades ilimitadas para el especulador inmobiliario y los costos del crecimiento desordenado a cargo del ciudadano de a pie, subiéndole el impuesto predial. Una flagrante violación de la Ley 388 de 1997, artículo 2º: “Principios. El ordenamiento del territorio se fundamenta en tres principios: 1. La función social y ecológica de la propiedad. 2. La prevalencia del interés general sobre el particular. 3. La distribución equitativa de las cargas y los beneficios.

Lo explico con plastilina: si en 1900 metros cuadrados caben 400 apartamentos, a $150 millones cada uno, el lote vale $6.000 millones (10% de las ventas) y la hectárea $31.600 millones, exentos de cargas. ¿La fórmula de los pegaladrillos? Encontrar un barrio que hayan embellecido sus parroquianos a punta de ahorros, bazares, cuidado de la naturaleza, cultura cívica; comprar un par de solares y apropiarse de la valorización cultivada por la comunidad, tugurizándola con sus panales de propiedad horizontal. Un incentivo enorme para que dos o tres vecinos, asustados, vendan sus predios y se larguen a vivir a Sincelejo, Quibdó, Cafarnaúm, cualquier ciudad con un POT civilizado. Las licencias aprobadas están arrasando Calambeo y la gula se enfoca ahora en El Vergel, donde quedan muchos lotes por “desarrollar”.

No es un asunto de clases sociales ni de señoras elitistas. Nadie está acostumbrado a convivir en tan infame hacinamiento. Si en los más exclusivos condominios encuentra uno restos de viudo de capaz en el shut de basuras, olores a marihuana, mascotas ruidosas y la banda sonora de Diomedes Díaz, ¿qué podremos esperar en esas minúsculas cajuelas de Drywall, vulnerables a la humedad del perrito que marca su territorio, el llanto de un bebé o la patada de un vecino intolerante, que los hay en las mejores familias?

Se equivocan quienes piensan que las autoridades fueron elegidas para saciar su codicia. El artículo 58 de la Constitución consagra el principio de la función social de la propiedad: “… Cuando de la aplicación de una ley expedida por motivos de utilidad pública o interés social, resultaren en conflicto los derechos de los particulares con la necesidad por ella reconocida, el interés privado deberá ceder al interés público o social. La propiedad es una función social que implica obligaciones. Como tal, le es inherente una función ecológica…”.

Esta no es una pelea personal contra un gremio, grupo empresarial o personas determinadas. Es el ejercicio de la Participación Democrática, consagrada por el artículo 4º de la Ley 388 de 1997: “… La participación ciudadana podrá desarrollarse mediante el derecho de petición, la celebración de audiencias públicas, el ejercicio de la acción de cumplimiento, la intervención en la formulación, discusión y ejecución de los planes de ordenamiento y en los procesos de otorgamiento, modificación, suspensión o revocatoria de las licencias urbanísticas, en los términos establecidos en la ley y sus reglamentos”. La ciudadanía usará todas las vías legales para hacer respetar a Ibagué.

GUILLERMO HINESTROSA

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