El bancario anarquista

Guillermo Hinestrosa

Hace un año volví a escribir en El Nuevo Día, aceptando la invitación hecha por Adriana en un chat de ilustres tolimenses. En ambos aspectos fallo: lo único lustroso que tengo son unos zapatos, sin estrenar, que la pandemia libró de recorrer caminos y alfombras polvorientos; y en cuanto a lo segundo, en Ibagué crecí y sembré mis sueños, pero no nací en el Tolima. Como Chavela Vargas, creo que los tolimenses nacemos donde nos da la gana.
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Eso que García Márquez denominó “el oficio más bello del mundo”, como la Luna, tiene una cara oculta, diferente a la romántica que inspira poetas y novelistas. El opinador puede tratar temas baladís como el ruido que hacen los vecinos cuando pinta abstracciones o se dispone a escribir poemas, pero su compromiso principal es con la gente y el territorio donde vive, por encima de sus afinidades sociales, estéticas y políticas.

A finales del siglo pasado, en un foro público, le señalé a la banca de inversión que valoraba una empresa oficial que estaban restando las depreciaciones del flujo de caja, lo que alteraba gravemente el valor de la empresa. Escribí un par de artículos sobre el tema y se armó un debate de padre y señor mío a cuya sesión final no pude asistir, pues fui citado a rendir explicaciones en Bogotá. Me defendí probando que alteraban las cifras para justificar su privatización por una bicoca.

“Si el Gobierno quiere incendiar los acueductos no es su problema”. Acepté sumiso la reprimenda. En la siguiente columna escribí sobre la costumbre de las damas ibaguereñas de dejar con el saludo en la boca a quienes consideran de inferior rango social, y al poco tiempo desaparecí de las páginas editoriales.

Comprendí que un banquero no debe inmiscuirse en nada que estorbe su oficio: recibe información que no debe comentar, mira balances que no puede debatir, le responden lo que pocos se atreven a inquirir y decide sin dar explicaciones. Sus opiniones sobre sensibilidad social, civismo y sentido de la ética pública están confinadas a su fuero personal. 

Ahora, libre de las coyundas bancarias, estreno una independencia a la que no estaba habituado. Cada semana me sorprendo con posiciones políticas de las que no era consciente, que emergen de la danza de mis dedos en el computador. “Te estás mamertizando, Guille”, sentencia socarronamente mi esposa. Las corbatas y botines italianos fueron remplazados, esta Navidad, por un kit de boinas escocesas, adminículos para la barba, gafas de colores y mochila para los libros.

Un manantial filosófico brota dentro de mí. El Nuevo Día se ha convertido en mi tribuna contra el caos urbano, la corrupción administrativa, la minería en los ríos, los altos impuestos y el cambio climático. No niego que la tarde que me eché un discurso en la EPS, luego de esperar tres horas los medicamentos, le di a mi señora parte de razón. Llegué a casa arrepentido y con propósito de enmienda a invitarla a comer en el club El Nogal. Me puse vestido de paño y camisa blanca de mancornas. Buscaba los ilustres zapatos, cuando algo similar al odio de clases afloró en mí al escuchar: “Lo siento, pero los Ferragamo están guardados para la posesión de Petro”.

GUILLERMO HINESTROSA

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